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La conoció en un bar (I)

Años después, en una gabarra en el golfo de Vizcaya, Adiran Guerricaechevarría se encontraba con los pies metidos en un cubo rebosante de cemento. A unos pocos metros de distancia, en la proa, cuatro matones de placa y pistola -entonces se les identificaba oficialmente como agentes de la Brigada Político Social- apuraban sus pitillos a la espera de que la embarcación se adentrara lo suficiente en el mar para arrojarlo por la borda. Adiran, entretanto, escuchaba el ruido que producía el motor y centraba su mirada perdida en la espuma blanca del agua en la quilla. Fue en ese preciso momento cuando le vino a la cabeza que casi todo lo destacable que le había ocurrido en la vida -daba igual que fuese malo o bueno- se había puesto en marcha la noche en la que se cruzó por primera vez con Arantza Urbizu.

España por aquel entonces parecía levantar la cabeza. Tras casi 40 años de dictadura, y con Franco muerto, -en la cama, pero muerto de todas formas- todo parece indicar que existe la posibilidad de que las cosas por fin puedan ir a mejor. Y así fue: en menos de dos años este maravilloso país pasó de una dictadura a una democracia de una forma tan particular que cabe preguntarse qué clase de dictadura dejamos atrás y qué modelo de democracia acogimos.

Los dos se conocieron un día de 1975, poco después del anochecer, cuando Adiran asaltó  en solitario la sala de juegos ilegal que había en la trastienda del bar Queipo, a las afueras de Bilbo. El problema era que antes de entrar en  el local, Adiran no tenía ni la más remota idea de que aquel antro de mala muerte era propiedad de Roberto Esparza, el antiguo jefe de la BPS en Vizcaya. De haber conocido ese detalle de antemano, hubiera salido cagando hostias de allí para dejar el menor número de pistas posibles.

Bajó las escaleras de la parte trasera con sumo cuidado, tratando de que ninguno de los viejos peldaños de madera crujieran. Tanto el bar como la sala de juegos ocupaban la parte trasera de un obsoleto almacén de moda femenina que, según Iñaki Garaikoetxea, jefe de Adiran y timador de tres al cuarto con más pasado a sus espaldas que futuro por delante, pertenecían a un par de inofensivos empresarios. Nada más entrar en la trastienda se encontró, para su desgracia, con una partida de brisca en su momento más álgido, con dos jugadores degustando su vaso de Soberano y con una nube de humo gris presidiendo la sala. En el centro de la mesa se elevaba una pila de dinero considerable.

Ninguno de esos dos hombres tenían pinta de empresarios. Las chaquetas del traje las habían colgado en el respaldo de la silla, dejando a la vista las pistolas que llevaban en el cinto.

Una mujer les acababa de servir otra ronda de copas. Esta vez tocaba whisky escocés, del bueno, el Macallans. Colocó la bandeja a un lado de la mesa, recogió su cigarrillo del cenicero, le dio una calada y bostezó mientras le apuntaba un revolver. Como si esperara un numerito más interesante.

Los ojos de Adiran recorrieron rápidamente todo el cuarto: a su espalda tenía una ruleta y la mesa de dados estaba ubicada bajo las escaleras, contra la pared. Contó un par de mesas de blackjack y un billar. En la pared del fondo había tres máquinas tragaperras. En la única otra puerta, sin contar aquella por la que había entrado, lucía un letrero con una B de baño, lo cual tenía todo el sentido del mundo, ya que a la gente le suele dar por mear cuando bebe.

Será el trabajo más fácil que te hayan planteado hasta ahora, le había dicho Iñaki unos días antes. Hay que hacer el trabajo de noche, cuando los chupatintas estén en la sala de cuentas haciendo el recuento.

Pero había un par de matones armados jugando a la brisca.

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