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Limpiar el polvo

Retrospectiva y crítica sobre el cine de autor

Como bien es sabido, durante los años treinta Ernst Lubitsch supervisa por unos años la cadena de montaje de Paramount Pictures adecuando el grueso de productos de la casa a sus gustos y preferencias. El resultado es un conglomerado de films firmados por realizadores en nómina que se acercan al terreno de la High Comedy desbrozado por el realizador de origen alemán, y que en cuyo diseño temático y factura formal cobran virtualidad todos los rasgos definitorios de la marca de fábrica Paramount acuñada al calor de los gustos y la práctica fílmica de Ernst Lubitsch. A muchos resulta desconcertante que tanto un diverso plantel de técnicos y el fruto de su trabajo quede organizado (y de cara al cobijo mediático, absolutamente tapado) bajo un sólo nombre. 

 Un problema central que, con independencia del enfoque adoptado, aparece tarde o temprano al abordar la estética del arte es la cuestión del autor. Su figura es la de un avatar biográfico al que parecen conducir siempre las grandes ficciones, como si se supieran encadenadas a un tronco común, una cabeza pensante que engendra en primera instancia mundos y palabras sellados con su firma. En el cine es particularmente llamativa la figura del realizador-demiurgo, siendo la realización de las películas una tarea plural, “un arte colectivo” en palabras del propio Buñuel. Hoy esta figura, a pesar de obedecer una convención fácil que en muchos casos desvirtúa el desarrollo técnico de una película, contiene un atractivo peculiar para una parte importante de la demografía de la industria. Industria que prospera, precisamente, fagocitando ese cine autoral y encontrando para él su propio escaparate en el mercado. Y aunque esto no es nuevo, conviene revisar cómo la noción de las películas de autor han ido evolucionando al ritmo del propio cine. 

Lubitsch en la Universal Film A.G., 1918 | UCLA Film & Television Archive

Echemos la vista atrás. Billy Wilder, John Ford. Pesos pesados del Hollywood clásico, nombres que hoy prevalecen incluso por encima de sus obras. ¿Qué les separa hoy de Woody Allen o Julio Medem? Más allá de las distancias temporales, aunque también importantes, es el uso de la semiótica (por delante de lo estético y sus vidriosos convencionalismos derivados) lo que quiebra toda posible simetría. Hay algo que sus predecesores hacían muy bien y es diluir los trazos personales en el texto. Para Billy Wilder y sus equipos, las claves narrativas en sus películas son mecanismos de activación donde el poder de representación no se enfatiza hasta dejar de lado el juicio crítico. Ford, por su parte, se habría considerado alejado de la perspectiva autoral por su pertenencia al studio-system estadounidense. Incluso acuñaron un término para otro género que gozaba de escasa consideración: film noir (a partir de la colección de novelas Serie Noire de la editorial francesa Gallimard), tras la exaltación de determinadas películas de Howard Hawks que se podían adscribir al mismo. Incluso en películas que pasan por ser paradigmas de obras personales como La Diligencia o Centauros del Desierto, las metáforas visuales que aparecen en sus películas están subordinadas al desarrollo (semiótico, se entiende) de una voluntad (de los films, se entiende) de asimilar la memoria de los que le preceden y contribuir a la de sus sucesores; de erigir un imaginario común, uno al que acudir en perspectiva y altura de miras. El autor, parafraseando a Barthes, es un proceso por encima de un Dios.

No obstante, recuperando el ejemplo de Woody Allen, cineasta de la pomposidad neoyorkina, urbana y universitaria, el concepto barthesiano de autor-proceso pasa a ser el de autor-personaje, un autor-Dios que es completamente dueño de su obra e integrándola en sí mismo, abraza el factor terapéutico de la metaficción por encima de cualquier otro de los que abarcan los géneros cinematográficos. Su mirada es demasiado autorreflexiva para aportar propuestas que no se reduzcan a una mera reiteración de patrones estéticos. Hay por supuesto honrosas excepciones que escapan a esta generalización, como La Rosa Púrpura del Cairo o Match Point, que introducen cosmovisiones y espacios sensoriales fascinantes, pero pasan paradójicamente por ser menos “woodyallenianas” que las películas que le encumbraron en la esfera mediática y que se asocian a su personaje. El problema pues del autor-personaje, de aquel que con su ego construye trabajos tan autorreferenciales es que se evita el sentido crítico y la mirada inductiva, resultando ésta desfigurada en favor de una retórica cínica que busca más que encuentra, que nada en la nada para valorarse únicamente a propósito de ella y excusar así sus contradicciones, muy bellas y humanas por otra parte, en el sentirse incomprendido y marginado por otros estándares del cine.

La realidad es, no obstante, que el cine de autor ha logrado estandarizarse en el mercado  precisamente por entender su calidad a fuerza de insistir en los mismos temas y motivos dramáticos, idénticos actores, recurrentes arreglos musicales… y cuanto más extenso el catálogo de reiteraciones y más acusada la fidelidad y consecuente degradación de las elecciones figurativas a lo largo de la obra, mejor para contribuir a esta visión puramente numérica del factor autoral.
Es oportuna y necesaria una vindicación de un cine de autor más rebelde y libre, en el que la cuestión de la economía de medios sea objeto de estudio y enseñanza para proponer caminos alternativos para la creación de historias que guarden memoria y estén comprometidas con su propia realidad interna más que con los motivos de moda en una industria que juega con que les da la espalda. Y para conseguir esto, se puede empezar por recordar que ni Orson Welles habría logrado la profundidad de campo y los planos secuencia de Ciudadano Kane sin Gregg Toland, ni David Lynch habría construido la desoladora e inquietante atmósfera de Twin Peaks sin ayuda de la batuta de Angelo Badalamenti. Cuestionar la veneración individual, especialmente en el cine, es crucial para atajar las crisis de un arte como él, que por otra parte está en crisis desde que nació. Hace falta limpiar de polvo y paja la pluma de los enfant terribles del celuloide y exigir ficción que nos inquiete contra su asentamiento hegemónico en la esfera cultural.

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