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Sobre el nuevo vampirismo y el sacrificio de Siri

¿A qué se debe esta superficialidad hiperbólica? ¿Cuál es la fuente de este infantilismo que parece impregnar todas las acciones que llevamos a cabo en el inhóspito reino de Internet? ¿Por qué parece abrirse entre nosotros y la World Wide Web una especie de vórtice que nos conecta con el mundo virtual, y que reclama como peaje la renuncia a muchas de las actitudes, destrezas y conocimientos sin los cuales nos sería imposible vagar por la tierra como adultos más o menos funcionales?

Si los sabios babilónicos, los filósofos presocráticos, los alquimistas europeos, los sacerdotes aztecas y demás profetas, mesías y charlatanes obsesionados con la muerte y la salvación fuesen testigos tan solo de algunos de los rituales que componen la vasta cultura de Internet, sin duda alguna caerían presas de una terrible frustración, y no tardarían en sufrir profundas y consecutivas crisis existenciales. Los estudiosos se darían cuenta de la futilidad de sus indagaciones, y también repararían en que el polvo que se esparce a lo largo de la faz de sus pergaminos y manuscritos no hace más que adornar palabras vacías. Los religiosos, confusos a la par que horrorizados, se mantendrían fieles a la costumbre y  se encomendarían a sus dioses, siendo conscientes de que ahora los cielos están vacíos y de que no hay nadie allí  arriba para escuchar sus plegarias. ¿De qué ha servido la angustia de los feligreses temerosos de la muerte? ¿De qué ha servido el carpe diem de los poetas, que advierten sobre el final de la lozanía? ¿Por qué los médicos, los biólogos y los cirujanos plásticos han invertido tantos esfuerzos y recursos en retrasar los devastadores efectos de la vejez? Dime, querido lector, qué sentido tuvo la victoria de Indiana Jones sobre los nazis que codiciaban el Santo Grial, si para experimentar la eterna juventud la humanidad solo necesitaba un smartphone con conexión a Internet.

Retazos de juventud en los antinaturales morros de pato y en las posturas casi imposibles que adoptamos para estilizar nuestra figura ante el implacable jurado de las redes sociales. Retazos de juventud en las discusiones bizantinas de Twitter, aderezadas con las más variopintas falacias, digresiones y faltas de respeto expuestas únicamente para que parezca que llevamos la razón, aunque verdaderamente el orgullo nuble nuestro juicio. Retazos de juventud en las irracionales loas (a veces histéricas) hacia los actores, los cantantes, los guapos, los famosos. Aunque no aparezcan en los mapas, Twitter e Instagram, con sus legiones de likes, haters post, son los últimos bastiones de nuestra infancia, una reconstrucción pobre y artificial del País de Nunca Jamás, donde los niños perdidos hablan entusiasmados de la última película que han estrenado, intercambian imágenes y memes, se pelean en razias que no trascienden más allá de la pantalla de cristal templado y reclaman una atención y un cariño que no sienten colmados en su vida metadigital. Mientras que los campesinos del medievo conseguían evadirse de sus serviles vidas gracias a las travesuras que los rayos de luz llevaban a cabo en las vidrieras policromas de las iglesias, el homo encorvadus no despega la vista de su teléfono móvil, pues solo en esta bola de cristal encuentra un alivio, un billete dorado hacia una realidad más sencilla.

Golden ticke

Sin embargo, al igual que Satanás reclama cabras e ingentes cantidades de sangre de vírgenes a cambio de sus favores, el dios Internet tampoco se queda corto. ¿A qué tenemos que renunciar para ser bendecidos con la ingenuidad, con la seductora levedad del ser virtual?

Siguiendo mi vocación de hombre renacentista, de novísimo ilustrado que trata de arrojar luz sobre las incógnitas más inciertas, me estaba haciendo esta pregunta mientras trataba de mantener el equilibrio en uno de esos autobuses que parecen realizar trayectos casi interminables. A mi alrededor, el chico fit que se dirigía al gimnasio para marcar un antes y un después en el mundo de la halterofilia estaba realizando, gracias a su tarifa de datos, labores de entrenador personal vía Instagram. La adolescente de 14 años, cargada con su mochila y enfundada en su uniforme de colegio-pijo-pero-no-mucho, diseccionaba a través de su Huawei los rostros de cada uno de los miembros del grupo de k-pop de moda. Un hombre de 40 años, que se dirige al banco a arreglar unos papeles, ya ha gastado 3 bayas y 5 Poké Balls tratando de capturar un Chimchar. Ninguno de ellos  recorría las calles de Alcalá de Henares en autobús, pues todos ellos transitaban parajes más interesantes gracias a sus teléfonos inteligentes. Ni siquiera yo me encontraba allí del todo, ya que, gracias a Spotify, disfrutaba de un concierto de los Rolling Stones a años luz de distancia del autobús 10 .

La solución más obvia al dilema que me planteaba se presentó ante mi. ¡Es la atención lo que inmolamos a cambio de volver a ser niños! ¡Renunciamos a la nada de los minutos muertos, al pequeño susurro de muerte de los instantes vacíos! Tendemos con nuestros móviles puentes entre los momentos interesantes de nuestro día a día: este hilo de Twitter, este vídeo de Instagram y todo el conjunto de ciberchucherías que recojo de mi timeline me guían cómodamente de mi casa a la universidad, y me libran de plantearme qué sentido tiene levantarme todos los días para sentarme en una silla 6 horas.

Pero esta conclusión es un lugar común, un estereotipo, una bola de nieve y tierra que gusta de rodar sobre la mesa en comidas y cenas familiares. ¡Si es que los jóvenes estamos atontados con el teléfono! ¡No reparamos en la voluptuosidad del panorama que se extiende a nuestro alrededor! Si no fuera por los móviles, con total certeza disfrutaríamos de la exótica gama de aromas made in línea Valdecarros-Pinar de Chamartín. Nos deleitaríamos con las efigies de los pobres diablos que se dirigen al trabajo todos los días y experimentaríamos un gozo inexplicable haciendo recuento de los excrementos de perro, bolsas y latas que se distribuyen como minas en nuestras aceras.

Afirmar esto requiere de la misma falta de escrúpulos necesaria para promulgar que los boomers no amenizaban sus viajes (y se ensimismaban) leyendo gruesos pliegos de papel con resultados deportivos, opinión y, muy de vez en cuando, noticias.

Autobus

No, este argumento rancio, cuasi decimonónico y casposo no nos sirve en este caso. ¿Por qué iban a ser malos los teléfonos, si nos devuelven al dulce páramo de la infancia? La respuesta se escurría entre la punta de mis dedos. Mick Jagger canta Start me up, y ya me cansa. Al dirigir la mirada hacia la pantalla de mi teléfono para cambiar de canción, reparo en la pequeña fractura que ensucia la pureza de mi móvil. Me fijo en los teléfonos de mis compañeros de autobús. Todos dispositivos tersos y brillantes que huelen a nuevo. Tienen más procesador, más memoria y más estilo que el Motorola que poseo.

En algún momento (no hace tanto tiempo) mi teléfono fue como los suyos, y a través de mis auriculares, mi Motorola me enviaba las ráfagas de energía juvenil que Keith Richards despide tocando Rocks Off. Hoy, mi teléfono de apenas un año de antigüedad me parece una roca que pesa sobre mis brazos, con una pantalla cuya definición no dista tanto de la calidad propia del cinematógrafo de los hermanos Lumière. En un teléfono envejecido como el mío, Jagger y los suyos son dinosaurios que han escapado de la residencia para tocar. En el teléfono de mi compañero de bus, Sus Satánicas Majestades ofrecerían conciertos para grande multitudes.

Los teléfonos nos regalan su juventud. Steve Jobs creó juventud cuando ideó el iPhone, que parece que inocula a sus dueños la sofisticación de sus rasgos y la liviandad de su diseño. No compramos el nuevo Samsung Galaxy porque realmente necesitemos una gran capacidad de procesamiento, sino porque sabemos que de esta clase de productos tecnológicos podemos extraer la vitalidad, la innovación y la apariencia que creemos necesitar para mantenernos en la onda, para seguir siendo jóvenes. Nuestros teléfonos se sacrifican, y nos ofrecen una juventud que sorbemos como la sangre que los vampiros consumen de los cuellos de las espantadas jovencitas para permanecer inmortales.

Nosferatu

A cambio, Siri envejece a una velocidad vertiginosa. El Motorola que empecé a utilizar hace menos de un año ya me parece viejo, y las virtudes del nuevo iPhone 11 se perderán como lágrimas en la lluvia en menos tiempo aún, eclipsadas por la pantalla y las cámaras del nuevo prodigio tecnológico que está por llegar. No nos preocupa tanto la obsolescencia programada como la obsolescencia estética, que cada vez se me antoja más como una obsolescencia metafísica.

Hace décadas, la sociedad del consumo creyó superar las barreras de la edad gracias al fenómeno de la cirugía plástica. Pedro Almodóvar nos habla de este triunfo a través del personaje Agrado en su película Todo sobre mi madre:

Me llaman la Agrado, porque toda mi vida sólo he pretendido hacerle la vida agradable a los demás. Además de agradable, soy muy auténtica. Miren qué cuerpo, todo hecho a medida: rasgado de ojos 80.000; nariz 200, tiradas a la basura porque un año después me la pusieron así de otro palizón… Ya sé que me da mucha personalidad, pero si llego a saberlo no me la toco. Tetas, 2, porque no soy ningún monstruo, 70 cada una pero estas las tengo ya superamortizás. Silicona en labios, frente, pómulos, caderas y culo. El litro cuesta unas 100.000, así que echar las cuentas porque yo, ya las he perdío… Limadura de mandíbula 75.000; depilación definitiva en láser, porque la mujer también viene del mono, bueno, tanto o más que el hombre! 60.000 por sesión. Depende de lo barbuda que una sea, lo normal es de 2 a 4 sesiones, pero si eres folclórica, necesitas más claro… bueno, lo que les estaba diciendo, que cuesta mucho ser auténtica, señora, y en estas cosas no hay que ser rácana, porque una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma.

Sin embargo, más de dos décadas después de Todo sobre mi madre, este monólogo tendría más bien el siguiente aspecto:

Me llaman Juventud, porque toda mi vida solo he pretendido ser eternamente joven. Además de joven, también soy muy moderna. Mira que smartphone, qué pantalla más fina, qué tacto más agradable; funda oficial, 60 euros; auriculares inalámbricos, 120 euros… Ya sé que me da mucha personalidad. Intento estar actualizada, siempre atenta a los nuevos avances. Porque la mujer también adora la tecnología, bueno, ¡tanto o más que el hombre! Cuesta mucho ser moderna, señora, y en estas cosas no hay que ser rácana, porque una es más auténtica cuanto más se parece al dispositivo que alguna vez DaVinci, Asimov, Edison, Bill Gates Steve Jobs soñaron con crear. Una es más auténtica cuanto más se sumerge en este nuevo país de Nunca Jamás que hemos construido a base de fotos, de discusiones, de postureo, de meme.  

 

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