Hace unos días terminé de leer la obra de José Oneto Conspiración contra un presidente: Adolfo Suárez, de la dimisión al golpe de estado (2006). Lejos de ir a comentar el buen desarrollo de la obra y la exquisitez de su redacción, evidente en todas sus páginas, y mucho más lejos todavía de dar mi parecer sobre la actuación de Suárez durante su legislatura, me gustaría dar mi opinión, estableciendo distancias con la política, sobre uno de los párrafos que más me llamó la atención:
«Pero a Adolfo Suárez le perdieron sus propios defectos.
Le perdió su falta de formación, que le produjo un pánico casi enfermizo al Parlamento y al debate.
Le perdió su desconfianza, que le llevó a una sensación casi paranoica en el trato con los responsables de su propio Gobierno y de su propio partido.
Le perdió su osadía, que le condujo a enfrentarse, a veces sin necesidad, con los poderes fácticos del país.
Le perdió su aparente frialdad, que contribuyó a hacer de él la imagen de un hombre aferrado al cargo por encima de todo; aferrado al poder por encima de todos.
Le perdieron sus consejeros, que nunca le hablaron con claridad, que siempre estimularon sus defectos y ocultaron sus virtudes.
Por eso, cuando el domingo 25 de enero Adolfo Suárez decide dimitir, se da cuenta de que está solo. De que el Ejército lo tiene en contra porque lo ha engañado. De que la Iglesia no la tiene a su favor porque hace unos meses se ha granjeado su enemistad con el proyecto de Ley de Divorcio. De que a la Banca y a las finanzas las tiene enfrente, porque durante casi cinco años las ha despreciado.
Cuando el domingo 25 de enero, en la soledad de su despacho, Adolfo Suárez hace su gran reflexión personal, toma conciencia por primera vez de que ha perdido todo.»
A veces nuestras decisiones son nuestros mayores enemigos, se alimentan de todos nuestros defectos e inseguridades; se aprovechan del momento y se visten de odio, de nuestro odio a veces hacia el resto, pero la mayoría de veces hacia nosotros mismos. El odio que destruye todo lo que se encuentra por su paso, arrebata nuestros más íntimos deseos y en algún momento dejamos que se apodere de nuestras mentes y las controle como si fuesen marionetas. Ese odio que se camufla en miedo.
J. L. Borges dijo una vez: «Si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima trataría de cometer más errores”. Porque el problema no es equivocarte, el problema es no aprender; no volver a intentarlo. La decisiones que tomamos, a veces equivocadas, lo vuelven todo cuesta arriba. Te sientes en una cuerda floja y caigas al lado que caigas será el final. Por eso la solución, aunque mirando al frente todo este negro y no veas con claridad, debes seguir caminando, no perder el equilibrio y cuando te quieras dar cuenta, pararás para respirar, cerrarás los ojos y, cuando los vuelvas a abrir, habrás llegado al principio.