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Historia de un paraguas

El origen del paraguas es bastante abstracto. Cuenta la leyenda que Lu Mei, una joven china que debatía con su hermano sobre inventar algo que les protegiera de la lluvia, consiguió construir, en una sola noche, un artefacto de 32 varillas de bambú cubiertas por una tela que terminaría convirtiéndose en uno de los inventos más útiles de la historia.

Unos días atrás, nos decidimos mi madre y yo a salir, como personas responsables, dispuestas a recorrer todo el barrio cumpliendo recados que se acumulaban desde hace semanas, inevitable desidia del ser humano. Era una mañana soleada, pero como es común en mí mirar la predicción del tiempo siempre antes de salir, así lo hice. La aplicación del móvil me avisaba de la hipocresía del sol, que escondía una inminente tormenta de verano y vaticinaba el arrepentimiento de haber elegido pantalones cortos.

Aún así, y por alguna razón que sospecho está relacionada con el karma, aquel día decidí que la predicción no era correcta y la ignoré. Acto bastante inútil, pues con este respaldo al fracaso ya podéis imaginar el resto de la historia. En un momento, el cielo se volvió negro y el diluvio inundó la calle. Mi madre y yo decidimos resguardarnos en un sotechado, que protegía un tanto poco, y mi paraguas se reía con sarcasmo desde el recibidor de mi casa.

Tras esperar a que la lluvia amainase, y al ver que esto no sucedía, mi madre insistió en correr, como si ir rápido nos diera el poder de esquivar las gotas de agua, hacia la tienda de barrio de la esquina contigua. Ese lugar en el que puedes encontrar desde una cafetera hasta un set de maquillaje y, por supuesto, un paraguas. Cómo no, había bastantes modelos entre los que elegir, la tienda del barrio nunca defrauda, y acabamos comprando uno rojo.

Estoy segura de que todos habéis vivido esta situación alguna vez. Las tormentas de verano son tan comunes como nuestro rechazo a lo inesperado. En verdad, lo entiendo. Dedicamos gran parte de nuestro tiempo a organizar todos los detalles de la vida. Cada día tiene su horario, cada minuto, su función; los calendarios siempre están repletos de anotaciones coloridas, y hasta la ropa disfruta de la sistematización a largo plazo. Es normal que cualquier acontecimiento que perturbe la cuadrícula nos resulte molesto. Pero la lluvia tiene un papel especial, una connotación diferente; nos produce un rechazo peculiarmente negativo que pocos acontecimientos consiguen.

Ya puestos, podemos mencionar también, añadido a la desfavorable concepción que tenemos de lo inesperado, la tendencia a ignorar los indicios y avisos que nos llegan, como, por ejemplo, la predicción del tiempo. Supongo que esperamos que nuestro pensamiento sea capaz de cambiar el curso de las cosas, incluso las meteorológicas. ¿De dónde nace esa sensación de poder absoluto?

Al salir de aquella tienda, en la que todo tiene cabida, abrimos, orgullosas, el paraguas y decidimos que un poco de lluvia no arruinaría nuestra mañana de productividad. Cinco minutos fueron necesarios para que el universo se burlase de nosotras. Cruzamos la esquina y, como si de otro mundo se tratase, el sol salió a escena, resplandeciente, y las blancas nubes cambiaron el decorado de aquel día.

De un plumazo pasamos de sentir la rabia por la posibilidad de que la lluvia arruinase nuestro día, a la irritación de haber comprado algo innecesario. Pero, realmente, no se si os habéis parado a analizar alguna vez la gran utilidad de algo tan simple como un paraguas. Aunque bueno, es posible que no. Pues también es cierto que mi paraguas rojo me descubrió otra extraña adicción que veo en nosotros, o mejor dicho, una costumbre peligrosamente nociva. Y es que resulta contradictoria la subordinación que tenemos hacía un paraguas los días de lluvia y el desprecio que le damos el resto del tiempo: los días de sol lo tratamos como algo indiferente y no reparamos en su utilidad lo más mínimo. En cambio, en los días de lluvia somos tan dependientes de él que su ausencia nos incapacita de manera casi ridícula. Y esto, más que un odio concreto a los paraguas, es un vago reflejo de muchas de nuestras actuaciones frente al mundo, los problemas y las relaciones sociales.

Finalmente, y después de una mañana ajetreada de recados, mi madre y yo decidimos parar en un bar a tomar un café. Dejamos las bolsas en el suelo, al lado de la mesa. Con ellas, también el paraguas. Nuestra conversación se fundía con el bullicio del bar y el sabor a café y, cuando nos dimos cuenta, era ya muy tarde, debíamos volver. Cogimos nuestras cosas a toda velocidad y salimos disparadas hacia la estación de tren. Mi madre, las bolsas, yo… ¿A que no sabéis de quién nos olvidamos? Efectivamente, del paraguas.

Así fue como el artilugio rojo nos acompañó durante unas cortas horas para después ser abandonado. Y ahí, entre carcajadas con mi madre, fui consciente de que, algunas veces, no todo sale como planeamos. Pero también entendí que, en muchas ocasiones, la perfección no merece la pena. Sino miradme a mi, os estoy contando la historia de un paraguas en un día predestinado a salirse del plan. Un tema que, siendo tan sencillo y banal a simple vista, puede describir, en cierto modo, el comportamiento humano.

Pues, en muchas ocasiones, simplemente, reaccionamos sorprendidos y con mala cara ante la lluvia que nos pilla sin paraguas, o ante cualquier contratiempo en nuestra vida. Nos molestamos con algo que no está en nuestra mano, con fuerzas ingobernables, mientras que lo único que podemos hacer es amoldarnos a una situación que, posiblemente, tenga un remedio muy obvio. Para eso están ahí los paraguas, siempre listos cuando los necesitamos. Y aunque los rompamos, perdamos u olvidemos, nunca nos faltará uno dispuesto a ayudar, en alguna tienda de barrio.

En definitiva, para qué enfadarnos con la lluvia, si podemos buscar un paraguas. Por cierto, para la persona que encontró el mío, que sepas que tu nuevo paraguas era el más bonito de la tienda. Cuídalo, también los días de sol.

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