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Crimen en Lardero: reinserción y prisión permanente revisable

La reincidencia como evidencia del fracaso de las políticas de reinserción y el tropiezo con el bis in ídem en la prisión permanente revisable

Francisco Javier Almeida se ha pasado media vida en una celda. En 1993 fue condenado a cumplir siete años de prisión por abusar sexualmente de una menor. Cumplió apenas cuatro. Quince meses después de salir le asestó una veintena de puñaladas a una agente inmobiliaria mientras le enseñaba un piso; una de ellas, directa al corazón. A continuación, relata la STSJ LR 759/2000, “cuando ésta aún se encontraba con vida sobre la cama en situación boca-abajo, la despojó de sus bragas, se sacó el pene del pantalón y procedió a manipular los órganos genitales de la víctima, causándole una pequeña herida en los labios inferiores, así como unos hematomas en los muslos, hasta que excitado por el placer que le producía tal hecho logró eyacular”. 

Las penas impuestas sumaban 30 años, 20 por asesinato alevoso y 10 por agresión sexual, de los que debería cumplir un máximo de 25, de acuerdo a lo establecido en el art. 76 del Código penal. En 2020 obtuvo la libertad condicional tras cumplir con los tres requisitos que exige la ley: estar clasificado en tercer grado (la Junta de Tratamiento del centro penitenciario de El Dueso se opuso al cambio de grado por riego de reincidencia, pero Instituciones Penitenciarias revocó esta decisión), haber extinguido tres cuartas partes de la pena, y observar una buena conducta. Es decir, con la libertad condicional se suspende la ejecución del último tramo de la pena, como beneficio al reo por haber demostrado un buen comportamiento. 

El jueves 28 de octubre, varios niños estaban jugando, disfrazados con motivo de Halloween, en un parque de la localidad de Lardero (Logroño). Francisco Javier los observa sentado en un banco. No se sabe muy bien cómo, aunque sí para qué, engaña a Álex, de nueve años. Suben a su apartamento y allí lo estrangula. Presuntamente.

La reincidencia como evidencia del fracaso de las políticas de reinserción

De los hechos se desprenden varias conclusiones. La primera es que hemos fracasado, y no una sino dos veces, pues dos son las ocasiones en las que el sujeto ha reincidido, en la labor resocializadora. La pena es una amarga necesidad, con fines retributivos e intimidatorios, pero que por mandato constitucional no debe perder de vista su función de reeducación y reinserción social (cfr. art. 25 CE).

La segunda conclusión, explica el profesor Quintero Olivares, es que la mera “legalidad penitenciaria no basta para evitar que un sujeto aproveche un permiso o un cambio de grado para cometer un asesinato”. A esta legalidad, en su vertiente estrictamente formal, hay que añadir un requisito de fondo que puede no haberse cumplido. Así lo señalan los principales sindicatos de prisiones: ACAIP-UGT y CSIF, exigiendo responsabilidades al Ministro del Interior.

Fernando Grande-Marlaska Gómez, actual ministro del Interior

Que el secretario general de Instituciones Penitenciarias (órgano que concedió el tercer grado a Francisco Javier Almeida), Ángel Luis Ortiz, bonifique con un plus de hasta 2.000 euros a los directores de prisiones con un índice mayor de concesión de terceros grados, flexibiliza aún más los requisitos para la obtención de la libertad condicional. En mi opinión, algo totalmente injustificado, pues debilitar estos requisitos es redundante, en el sentido de que la libertad condicional es en sí una medida atenuante de la ejecución de la pena. 

El papel de la administración penitenciaria

Situados ahora en el momento post-excarcelación, ¿cuál era la posición de garante de la Administración sobre el foco de peligro que Francisco Javier Almeida suponía? La reforma de 2010, para no perder de vista a sujetos que presentan un riesgo de peligrosidad elevado, amplía los presupuestos legales de la libertad vigilada y así evitar la reincidencia. A partir de la reforma, esta medida se puede tomar cuando la peligrosidad deriva del específico pronóstico del sujeto imputable, y no sólo en casos de inimputabilidad o semiinimputabilidad.

La libertad vigilada se vale de diversos mecanismos predelictivos: uso de aparatos electrónicos que permiten un seguimiento del reo, obligación de notificar un cambio de residencia, o sometimiento a tratamiento médico, entre los regulados en el art. 106 Cp. Herramientas que bien pudieran haber contribuido a evitar el suceso ocurrido; sin embargo, la libertad vigilada la impone el juez sentenciador junto a la pena privativa de libertad, por lo que al ser la reforma posterior a los hechos enjuiciados en el 2000, el principio de irretroactividad penal de las disposiciones sancionadoras no favorables impide su aplicación. 

A propósito de la prisión permanente revisable 

La pregunta de por qué a este sujeto no se le condenó a una prisión permanente revisable (en adelante, PPR) tiene idéntica respuesta a la de por qué no se impuso la libertad vigilada: la reforma de 2015 es posterior a la comisión de los hechos. Pero ahora, ¿es factible la PPR? 

La PPR es la respuesta más severa frente a los crímenes más repugnantes. Como su nombre indica, su duración es indefinida, pero pasado cierto tiempo se reconsidera la puesta en libertad del reo, de acuerdo con los requisitos que establece el art. 92 Cp. El Tribunal Constitucional recientemente ha avalado su constitucionalidad, y en lo que aquí interesa, uno de los fundamentos base para que esta pena tenga cabida en nuestro ordenamiento es que no se configure como una pena a perpetuidad. Esto impide, sobre el papel, vulnerar el mandato de reinserción social al que deben estar orientas las penas (art. 25.2 CE).

Ahora bien, la premisa de constitucionalidad, esto es, el carácter revisable, es insostenible en este tipo de sujetos. ¿Qué juez concedería una dictamen favorable de reinserción, atendiendo al delito cometido y al carácter reincidente, a un tipo como este? Probablemente, ninguno.

Tropiezo con el «non bis in ídem»

El segundo escollo, no menor, para aplicar la PPR, es el camino hasta llegar al 140.1.1ª, donde se regula el asesinato hiperagravado. Para ello tenemos que subir dos escalones. El primero para convertir el homicidio en asesinato; es decir, no será suficiente matar a alguien dolosamente sino que además tendrá que emplearse una especial maldad o peligrosidad (por ejemplo, matar con alevosía, precio, ensañamiento, o para encubrir o facilitar un delito). 

Finalmente, establece el legislador que, si además de matar, por ejemplo empleando un modo que tienda a asegurar la muerte (alevosía), la víctima es menor de dieciséis años de edad, habremos llegado al 140.1.1ª y podrá imponerse la PPR. El problema es que si damos ese primer salto del homicidio al asesinato atendiendo a la edad de la víctima, que determina por sí sola la alevosía, ¿cómo justificamos el segundo salto del asesinato al tipo cualificado sin valorar dos veces la misma circunstancia de la edad?

Desde luego que con la reforma de 2015 es bien complicado no tropezar con un bis in ídem. La propia jurisprudencia no logra llegar a una solución definitiva sobre la compatibilidad de estas dos circunstancias agravantes específicas (ya si queremos conciliar doctrina y jurisprudencia uno puede acabar perdiendo la cabeza). 

Qué dice las jurisprudencia

Por ejemplo, en el “Caso Gabriel” (STS 701/2020), Sánchez Melgar considera que el homicidio se cualifica como alevoso dado el desvalimiento de la víctima (“medía 1.30 metros y pesaba 24 kgs”), y que además se aplica la circunstancia de especial vulnerabilidad porque el fundamento es distinto: la reforma de 2015 prevé la imposición de la PPR para proteger a un cierto sector de la sociedad (niños, ancianos, enfermos y discapacitados), por el rechazo social que un crimen así produce. ¿No estaríamos juzgando entonces dos veces la circunstancia? De no ser así, ¿es comprensible que se proteja a niños y ancianos, más que al resto de la sociedad, por una circunstancia distinta a la indefensión?

En opinión de Antonio del Moral, no. En el “Caso madre lactando”, el magistrado considera que el asesinato de una madre a su bebé, “mientras la amamantaba, por el mecanismo de taparle la boca y la nariz con el pecho, comprimiendo a la vez el tórax de la niña, impidiendo la respiración del bebé” (STS 80/2017), constituye una conducta alevosa dado que un bebe es un ser indefenso per se. En consecuencia, no aplica la circunstancia de especial vulnerabilidad por el ya mencionado problema de castigar dos veces en base a un mismo fundamento. 

Por tanto, la compatibilidad entre estas dos circunstancias únicamente se dará cuando la alevosía no esté vinculada a la condición de especial vulnerabilidad de la víctima. La STS 678/2020 aprecia esta compatibilidad en el caso de una madre que droga a su hija de nueve años y después la asfixia. Aquí, el acto de drogarla es independiente de la vulnerabilidad de la víctima. ¿Aún así, no es el desvalimiento el fundamento del castigo en ambas circunstancias? ¿Se podría haber defendido una niña de nueve años aún sin estar drogada? 

La posición más restrictiva, y seguramente la más correcta, es la que defiende que tan sólo podemos imponer la PPR si concurre, junto con la vulnerabilidad, otra circunstancia distinta de la alevosía. Por ejemplo, en el “Caso desvalido ictus” (STS 82/2019), donde se apuñala treinta veces a un discapacitado tras un ictus isquémico. Está claro que se está aumentando deliberada e inhumanamente el dolor del ofendido por la cantidad innecesaria de puñaladas para causar la muerte (asesinato por ensañamiento), pero además la víctima es especialmente vulnerable (asesinato hiperagravado).

Por ello, la prisión permanente revisable en el caso de Álex, a pesar de la repugnancia social que suscita, presenta sus dificultades; excepto, claro está, que durante la instrucción aparezcan indicios de abusos sexuales, donde sin duda nos iríamos directos a la circunstancia segunda del 140 Cp.

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