El pasado septiembre Disney publicó en sus redes sociales el primer avance de La Sirenita (2023, Rob Marshall), una nueva versión con personajes reales de la película homónima, que dio pasó a una nueva era de la compañía conocida como el “Renacimiento Disney”. Ya desde entonces, el color de la piel de la protagonista abrió un amplio debate sobre el rumbo reivindicativo y político al que la productora paulatinamente se ha adscrito y la necesidad de realizar estos remakes.
Dejando de lado los argumentos a favor (la emoción de las niñas pequeñas al ver por primera ver a una sirena de su mismo color) y en contra (el origen danés de la historia) de esta elección, considero que el tema verdaderamente preocupante es el declive en la calidad de estas películas tan polémicas y la pérdida de originalidad y fantasía en los nuevas entregas de la Disney.
Inicio de la obsesión por los remakes
La idea de hacer versiones de los amados clásicos empezó en los años noventa. Largometrajes como El libro de la selva (1994, Stephen Sommers) y 101 dálmatas (1996, Stephen Herek) trataban de explorar las historias conocidas desde otra perspectivas. Sin embargo, no fue hasta veinte años después que descubrieron que esta fórmula funcionaba. Las críticas mixtas que recibieron la excéntrica versión de Tim Burton de Alicia en el país de las maravillas (2010) y la historia de la villana Maléfica (2014, Robert Stromberg) no afectaron a la excelente recaudación que obtuvieron, pues ambas se encuentran entre las películas más taquilleras de sus respectivos años.
Fue entonces cuando la compañía se comenzó a frotar las manos, pues había encontrado la estrategia perfecta para hacer dinero fácil: limitarse a reproducir las historias que habían sido exitosas en el pasado con mínimos cambios para adaptarlas a la actualidad. Con el primer intento acertaron. Cenicienta (2015, Kenneth Branagh) causó sensación tanto por la crítica como la audiencia, fue nominada a los premios Oscar, Bafta y Satellite por el vestuario y recaudó cerca de 500 millones de dólares a nivel mundial, frente a los 40 millones que costó crearla. Es un perfecto ejemplo de cómo hacer un buen trabajo a la hora de adaptar un clásico, porque mantiene el encanto y fantasía que caracteriza a la película animada de 1950 pero aporta más profundidad a los personajes con nueva información que es relevante para entender su personalidad y comportamiento.
¿Por qué no funcionan estos live-actions?
Desde este éxito, Disney ha creado la tradición de sacar anualmente una nueva versión de sus largometrajes más populares, pero todos han estado marcados por la controversia, ya que, por mucha nueva tecnología que se trate de promocionar, cambios en la historia que intenten interesar al público y homenajes que conmemoren las interpretaciones de las películas animadas, no consiguen ser igual de entrañables y emocionantes como sus predecesores.
El hiperrealismo en El libro de la selva (2016, Jon Favreau), La dama y el vagabundo (2019, Charlie Bean) y El rey león (2019, Jon Favreau) limitan la expresividad de los personajes y provoca que los números musicales sean irrisorios; las nuevas tramas de Dumbo (2019, Tim Burton) y Mulán (2020, Niki Caro) carecen de la simplicidad que hacía tan especiales las originales, y personajes icónicos como Genio de Aladdin (1992, Ron Clements) o los objetos del castillo de La bella y la bestia (1991, Gary Trousdale) reciben una pobre copia en los live-actions.
Pero, sobre todo, destaca la mediocridad de estos títulos, que se presentan como frescas renovaciones de los clásicos, con especial presencia de tópicos como el feminismo, la igualdad y la diversidad, pero cualquier espectador puede detectar la explotación de la nostalgia para tener una audiencia asegurada y la consiguiente despreocupación por hacer buenas películas.
El caso de La Sirenita
La Sirenita (2023) se suma a esta larga lista de decepciones; no por la elección de Halley Bailey como protagonista (que representa la esencia de Ariel a la perfección), ni por los diseños realistas de algunos de los personajes (aunque podría añadirse este factor como motivo de su fracaso), sino principalmente por la falta de la magia de la original. La potencia visual que tiene la película de 1989, capaz de maravillar al espectador únicamente con su introducción del mundo marino de los créditos iniciales, se echa mucho de menos en la nueva versión, donde predomina una oscuridad que obstaculiza la visión de muchos de los detalles que hacían el filme anterior tan icónico y que provocan que escenas como la canción Parte de él no sean igual de impactantes.
Otra seña de la pereza en la ejecución de esta nueva historia es la poca importancia en la trama de personajes altamente publicitados, con los que se parecía dotar a la cinta de una nueva personalidad: el marketing de las hermanas de Ariel indicaba un mayor protagonismo en la versión de 2023 y, sin embargo, a duras penas tienen dos líneas cada una. Una artimaña que muestra que el único objetivo de este proyecto era la recaudación, gracias a una audiencia formada tanto por personas que crecieron viendo esta película como los pequeños que toman su primer contacto con esta interpretación del cuento de Hans Christian Andersen.
No obstante, parece que no está surtiendo efecto. La nueva película, dirigida por Rob Marshall (Chicago, Memorias de una geisha), necesitaría acumular más de 400 millones para ser rentable y, aunque en su primeros días en cartelera haya conseguido hacerse con 118 millones, se estima que las siguientes semanas el público se decante por los estrenos de Spider-Man: Across the universe (2023, Joaquin Dos Santos), Transformers: El despertar de las bestias (2023, Michael Bay) y The Flash (2023, Andrés Muschietti). Ojalá este fracaso signifique el fin de los live-actions de Disney.