Ante una crisis política de envergadura, el dilema es siempre el mismo: reforma o atrofia. Vuelve a serlo ahora, tras el 23-J, con la posibilidad de que un prófugo de la justicia decida sobre la gobernabilidad del Estado
El expresidente socialista Felipe González acostumbra a definir España como un “espacio público compartido”. Asumiendo dicha definición pretendidamente ambigua como válida, podemos deducir en consecuencia que corresponde a todos y cada uno de los “propietarios comunes” de ese espacio formular y debatir las posibles formas de organización política que el mismo adoptará. Este proceso, sin duda complejo y siempre dependiente de la coyuntura histórica en que se encuadre, habrá de afrontarse en todo caso bajo la aceptación de que todas las propuestas a discutir gozan de igual legitimidad en la medida en que son el producto de una conversación equitativa entre ciudadanos españoles, sustrato último de ese espacio público. De este modo, tan legítimo será defender un modelo institucional republicano como uno monárquico o, en el plano de la división territorial, un Estado centralista y unitario como uno federal y plurinacional, por ofrecer tan solo algunos ejemplos.
Esta “conversación”, destinada a sentar las bases de un proyecto de convivencia que implique a todos sus integrantes y satisfaga el mayor número de reivindicaciones posible, deviene indispensable cuando, en tiempos de crisis, los viejos consensos se revelan obsoletos y las instituciones del Estado son sistemáticamente cuestionadas. En esta línea, cabe señalar que desde hace algún tiempo la España constitucional se encuentra ya en esa tesitura, asediada por una dinámica centrífuga que ha volado todos los puentes entre izquierda y derecha, dando alas a toda clase de movimientos que, como el tramposo independentismo catalán o el nacionalpopulismo de ultraderecha, están dispuestos a socavar el sistema democrático desde dentro cual caballos de Troya. Por consiguiente, el llamado “régimen del 78”, responsable de la más prolongada época de progreso que haya conocido jamás nuestra nación en su turbulenta historia, precisa de una honda redefinición si aspira a extender su vigencia a lo largo de las décadas venideras.
Normalmente, cuando un sistema político se halla en tal situación, se presenta ante sus máximos dirigentes una dicotomía tan sencilla en su apariencia como dificultosa en su resolución. Por un lado, el sistema puede apostar por negarles el pan y la sal a sus detractores, combatiendo sus críticas con ferocidad o incluso ignorándolos por completo, lo que alimentaría su discurso victimista y ensancharía las bases sociales disidentes hasta el punto de arrastrar al Estado hacia una espiral de rechazo y descontento insostenible (buen ejemplo de esto es el caso de Alfonso XIII, quien se vio obligado a escapar de España tras apostar por la dictadura de Primo de Rivera como forma de mantenerse en el poder). Así, este camino, de inspiración conservadora y profundamente pueril, acabaría conduciendo a la atrofia institucional, ya que no respondería a ninguna de las demandas sociales planteadas por quienes cuestionan el carácter imperecedero del sistema constitucional.
El otro camino, en cambio, probaría la receta contraria y empujaría al sistema hacia una actitud mucho más tolerante con vistas a articular un proyecto mayoritario con capacidad de armar nuevos consensos. De esta forma, la senda de la reforma institucional trataría de encauzar las diferencias políticas incorporando al sistema las reivindicaciones surgidas al albor de los nuevos tiempos, apostando así por una postura flexible y comprometida con la necesaria regeneración (magnífico ejemplo de esta otra forma de afrontar la realidad política sería la legalización del PCE por el gobierno del presidente Suárez durante la Transición, gesto indispensable para la posterior consolidación de la democracia). Por supuesto, no podemos ignorar que esta segunda receta conlleva un riesgo ineludible en tanto que determinados sectores del Estado, generalmente alineados a la derecha del espectro ideológico (entiéndanse incluidos aquí los nacionalismos periféricos), no dudarán en abonarse a la reacción con la finalidad de sabotear el indemorable proceso de reforma. Ahora bien, ¿quién dijo que salvaguardar la viabilidad de la España constitucional fuese tarea fácil?
Retomando la idea principal de este artículo, conviene señalar que la última ocasión en que España abrió la “conversación” necesaria previa a la reforma fue durante la Transición hacia la democracia. Debió hacerse nuevamente durante la X legislatura (2011-2015), época inmediatamente posterior a las protestas del 15-M marcada también por el inicio del proceso soberanista en Cataluña y la consecuente radicalización del independentismo. El presidente Rajoy, que acostumbraba a reaccionar solo cuando ya era demasiado tarde, optó entonces por la atrofia, aceptando un papel subalterno en la Unión Europea y dando paso en 2015 al derrumbe del bipartidismo y la irrupción de Podemos y Ciudadanos. Por su parte, Pedro Sánchez, entonces líder de la oposición, acertó al resistirse a la tentativa de una gran coalición con los populares y, defenestración mediante, acabó reabsorbiendo a buena parte del electorado de izquierdas tras la moción de censura que lo instaló en el Palacio de la Moncloa en junio de 2018, viéndose obligado a convocar elecciones algunos meses después. Sánchez eligió la reforma, pero los delirios de grandeza de Albert Rivera, que lo había apostado todo a erigirse en nuevo líder de la derecha, frustraron la estrategia del cambio, permitiendo a Pablo Iglesias entrar en el Consejo de Ministros y arrastrar al PSOE a una venenosa alianza con ERC y EH Bildu en el Congreso mientras el PP iniciaba su particular involución ideológica de la mano de la ultraderecha.
Como ven, el dilema siempre ha sido el mismo: reforma o atrofia. Vuelve a serlo también ahora, tras los resultados electorales del 23 de julio, con dos bloques enfrentados sin apenas capacidad de interlocución entre ellos y con la cruel paradoja de que puede ser un prófugo de la justicia quien ostente la llave de la gobernabilidad del Estado que tanto desprecia y vilipendia desde el extranjero. Afortunadamente, nada de esto es inevitable y, como en cada crisis política que hemos conocido, también ahora existe la posibilidad de apostar por la reforma. Bastaría con que el PP y el PSOE, que concentran casi el 65% de los votos y un total de 258 diputados, acordasen la formación de un gobierno instrumental encabezado por un político independiente de reconocido prestigio que liderara una reforma constitucional orientada a modificar los fundamentos del actual sistema electoral y a dotar de verdaderas competencias en materia territorial al Senado (ya decía Niceto Alcalá Zamora, primer presidente de la Segunda República, que uno de los errores de la misma había sido no contar con una segunda cámara legislativa que “enfriara” algunos debates). Solo así, con la encendida cuestión nacional circunscrita al ámbito de una asamblea conformada de acuerdo con determinados criterios de representatividad territorial y un sistema electoral que refleje con mayor fidelidad los designios de los votantes, podrá la España constitucional sobrevivir a las embestidas recibidas desde uno y otro lado. Ahora mismo, no veo mejor camino que transitar, pero, como bien escribía Antonio Machado y cantaba el genial Joan Manuel Serrat, caminante, no hay camino; se hace camino al andar. En esas estamos.