Frente a la exaltación de las emociones alentada por la clase política, los ciudadanos debemos reintroducir la racionalidad en el debate público para reforzar la convivencia
Hace algún tiempo decidí abstenerme de hacer referencia alguna a la actualidad política en mis escritos en este diario. En los últimos meses, las negociaciones para la votación de investidura tras las elecciones generales del 23 de julio no han sido más que fuente de malas noticias para quien esto escribe, por lo que la opción de hacer mutis a este respecto y ocuparme de cuestiones menos polémicas se antojaba la mar de atractiva. Al fin y al cabo, ¿qué necesidad tiene uno de recrearse en la indignidad de nuestra clase política pudiendo dedicarse a escribir sobre música, cine o literatura? No obstante, las imágenes de las sucesivas protestas callejeras ante la sede socialista en Ferraz y las grotescas arengas catastrofistas del ultraderechista Santiago Abascal me han hecho cambiar de opinión en apenas unos días.
Mentiría si dijera que un servidor, tan humanamente contradictorio como el común de los mortales, no incurre también en algunos de los errores que caracterizan a nuestros representantes públicos. Como muchos, cuando discuto de política con amigos, familiares o compañeros de universidad, elevo el tono, me excito, gesticulo en exceso e incluso digo cosas que, bien pensadas, no merecerían haber salido de mi boca. En ocasiones hasta doy rienda suelta a ideas descabelladas a través de apasionados sermones que bien podrían calificarse de incendiarios. Es normal. Soy humano, soy joven y, lo más importante, no ostento ningún cargo público. Lo que diga o deje de decir en la esfera privada carece de importancia y no afecta en absoluto al debate social. ¿Puede decir lo mismo el líder de Vox?
Santiago Abascal, diputado nacional en el Congreso y presidente del tercer partido político de nuestro país, tiene una responsabilidad clara para con sus votantes, pero también hacia el conjunto de la sociedad en tanto que es parte integrante de la soberanía nacional. No debería, en consecuencia, tomarnos por tontos haciéndonos creer que la futura amnistía a los políticos separatistas supone un golpe de Estado encubierto que conviene frenar a toda costa, pues ni tal cosa es cierta ni él es capaz de calibrar las consecuencias que sus declaraciones pueden provocar. En este sentido, su rueda de prensa del pasado martes 7 de noviembre merece ser señalada como lo que es: una llamada a la desobediencia impropia de un dirigente democrático que atenta contra el Estado de derecho y solo persigue caldear el ambiente y crispar los ánimos de la ciudadanía para obtener rédito político y meter al PP en un atolladero, otro más, de cara a la sesión de investidura. Por supuesto, la portavoz de Vox en el Congreso, Pepa Millán, condenó cualquier ataque violento, pero ¿hasta qué punto es sincera esta condena? Si uno se pasa cuatro años tachando al Gobierno de ilegítimo, traidor, criminal, terrorista y demás lindezas propias del enfermizo imaginario ultra, ¿no es lógico pensar que habrá quienes apuesten por la violencia como único medio para detener el supuesto cambio de régimen que está en marcha?
Afortunadamente, las protestas callejeras ante la sede del PSOE en Madrid nos han dejado algunas imágenes impactantes e incluso hilarantes (destaca el hombre que se presentó allí con un escudo del Capitán América sin saber muy bien que en los cómics este superhéroe luchaba contra los nazis que allí le rodeaban), pero ningún incidente de extrema gravedad que lamentar más allá de los agentes de policía y los manifestantes heridos. No obstante, en aras de la convivencia entre españoles y de la mesura en el debate público, creo que conviene señalar algunos elementos de fondo en lo referido a esta cuestión.
En primer lugar, ni la amnistía supone el fin de la democracia española ni queda claro que esté amparada por el ordenamiento jurídico, por lo que será el Tribunal Constitucional, y no algún tertuliano exaltado, el que decida a este respecto. En segundo lugar, ni se está librando aquí una batalla épica por la salvación de España ni esta es patrimonio de ningún grupo político en concreto. Entiendo que haya quienes quieran ver en esto su particular Mayo del 68 porque plantar cara al poder siempre tiene buena prensa, pero en este caso resulta ridículo y delirante. En tercer lugar, ni la amnistía es una medida de izquierdas per se ni quienes se oponen a ella son fachas reaccionarios. Cabe en esta cuestión, como en tantas otras, infinidad de matices y diversas sensibilidades. Y, en cuarto y último lugar, quienes pintan un futuro apocalíptico en base a la mentira y la deshumanización constante del adversario son corresponsables de cuantos disturbios o sucesos violentos pudieran acontecer. Yo mismo soy contrario a la amnistía porque considero que sienta un precedente dañino para la salud de nuestras instituciones democráticas, pero puedo expresar mi rechazo a esta medida con tranquilidad y mesura, sin insultar a nadie ni anunciar la llegada del Anticristo y el fin de los tiempos. Decir esto no es defender al Gobierno, sino estar del lado de la convivencia y la verdad.