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El jugador sin rostro

A menudo puede uno escuchar a diversos entrenadores de fútbol base decir que un jugador “funciona” muy bien, que “va” estupendamente o que “tiene que espabilar” cuando este se atranca en lo emocional, en lo técnico o en cualquier otro aspecto. También en el fútbol base puede uno ver a no pocos niños exclusivamente centrados en lo suyo: se alivian y se desentienden cuando la “culpa” no les corresponde, y tratan de ajustarse a todo lo que pide el entrenador porque es él quien manda y quien decide quiénes van a jugar. Lo que en su esencia no es sino una manifestación puramente genuina del sentir exculpatorio del niño —un honesto, inconsciente e incluso desenfadado sentir— viene a mostrar en realidad ese individualismo juzgador y punitivo del que tanto acusamos hoy en día. Al respecto se dirá, y con cierta razón, que ello no es algo exclusivo de estos tiempos y que incluso constituye una reacción natural del propio ser humano, pero el riesgo de tales consideraciones radica precisamente en su carácter quizá reductor, quizá irresponsable. Estos jugadores, que, insisto, no dejan de ser niños, lo único que quieren es jugar al fútbol. Han crecido viendo a sus ídolos por televisión, y han jugado a imitar sus regates, controles, pases y remates en la cancha del parque, en la del colegio, en la de su jardín, en calles, playas o plazas. Seguramente nazca de lugares así ese afán de querer dar luego el salto a un club para labrar algún tipo de carrera futbolística. Entre tanto van creciendo ellos en sus respectivos entornos y se van relacionando, sobre todo, con otros niños de su edad. Ahí surgen los primeros sesgos de integración social, las primeras influencias y todo un conjunto de anhelos resultantes que desembocan en el río de la apariencia. Los equipos de fútbol tan solo son un escenario más donde estas fuerzas alienadoras comienzan a fraguarse, y el niño, que solo quería jugar, las asume inconscientemente, no ayudándole tampoco el hecho de que su entrenador acuse de una enajenación aún más acrecentada y asentada.

El lenguaje es poderoso porque esconde realidades y voluntades. Es por ello que no deberíamos hacer caso omiso a expresiones tales como las expuestas en la apertura del texto. Con esta proliferación de entrenadores eruditos y entusiastas se generan pretensiones quizá desmedidas o inadecuadas para niños. Cuando un entrenador dice eso de que tal o cual jugador “funciona” muy bien está en realidad escondiendo tras de sí una noción utilitarista e interesada que seguramente rija su proyección global como tal. Lo mismo sucede con expresiones similares. ¿Por qué se tiene que decir que un jugador “va” muy bien? ¿Acaso es el niño un mero monigote de videojuego que responde órdenes sistemáticamente? ¿Qué hay de las “necesidades” del jugador, del niño? Esto no es necesariamente culpa del entrenador en cuestión, ni tampoco del director deportivo que lo haya contratado ni de nadie en concreto. Todos y ninguno tenemos la culpa. El entrenador es narcisista —huelga decir aquí que ni mucho menos todos lo son, pero sí el prototípico que trato de plasmar y que, según mi apreciación, reina en estos lares, precisamente porque tal condición en realidad reina en todos o en casi todos ellos—: quiere llegar a un ideal de juego o de resultados que él mismo ha proyectado, y para ello valora a los jugadores según el mayor o menor grado en que satisfagan estas aspiraciones suyas. Al margen queda la dimensión verdaderamente didáctica, ética, emocional o potencial de la persona que es el jugador. Erich Fromm, difunto y reconocido psicoanalista alemán, dijo lo siguiente al respecto de esta frigidez en las relaciones humanas: «En una cultura en la que prevalece la orientación mercantil y en la que el éxito material constituye el valor predominante, no hay en realidad motivos para sorprenderse de que las relaciones amorosas humanas sigan el mismo esquema de intercambio que gobierna el mercado de bienes y de trabajo». De esta manera, el entrenador es algo así como un capataz que busca el mejor rendimiento de “sus” trabajadores para seguir ascendiendo él en el escalafón reputacional y jerárquico de su gremio. Por eso se enfada y se molesta cuando estos no “rinden” como “deberían” o como a él le hubiera gustado. Los jugadores —los trabajadores— perciben esas reacciones y se vuelven sumisos y autómatas, pues no quieren “defraudar” a su entrenador y verse privados de su remuneración, sea esta o bien minutos de juego o bien un sueldo mínimo para subsistir.

Hablaba también Fromm de la necesidad de superar el propio narcisismo para poder amar de verdad (aludiendo él a través de esta capacidad a una forma de amor quizá más bien fraternal o transversal y no tanto o exclusivamente romántica y bucólica). Así, desarrolló la siguiente idea de fe como elemento determinante para ello: «De tales condiciones, una de las más importantes es que la persona de mayor influencia en la vida del niño tenga fe en esas potencialidades. La presencia de dicha fe es lo que determina la diferencia entre educación y manipulación. Educación significa ayudar al niño a realizar sus potencialidades. Lo contrario de la educación es la manipulación, que se basa en la ausencia de fe, en el desarrollo de las potencialidades y en la convicción de que un niño será como corresponde sólo si los adultos le inculcan lo que es deseable y suprimen lo que parece indeseable. No hay necesidad de tener fe en el robot, puesto que tampoco hay vida en él». ¿Ejerce verdaderamente el entrenador una labor educativa sobre los jugadores? Debería, claro que sí, pero a duras penas parece hacerlo.

Siguiendo esta y la anterior línea, resulta curioso y paradigmático ver cómo se apropian algunos entrenadores de “sus” equipos al hablar y expresarse. Por supuesto que representan una figura superior que debe orientar y regular el comportamiento, compromiso y ética de los niños (aunque aquí nacen infinidad de supuestos, porque para nada todo esto que trato de exponer contiene tintes absolutistas), pero nunca ello habría de servirles como justificación para aprovecharse de su inocente ductilidad. Bajo el tedioso y abominable mantra del resultado y de la victoria —que sí, que sin resultados difícilmente podrá sostenerse un proyecto en lo financiero, pero me mantengo en mi relato, a lo Hemingway—, existe un universo inasible e indeterminado donde los niños verdaderamente crecen como personas —que al final es lo mismo que crecer como jugador— y donde sus rostros gozan de pueril y genuina expresión. «El maestro no enseña cosas sino una manera de tratar con las cosas, una manera de tratar con el incesante universo», que dijo Jorge Luis Borges.

Y no, claro que nada de esto es fácil. Pero ahí, justo en esa impotencia o imposibilidad de saber cómo hacerlo o pautarlo, se encuentra todo.

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