El género se consolida como refugio para explorar la fragilidad de la fama y el poder de controlar el propio relato
Llevamos años viendo biopics y seguimos queriendo más. Quizá porque, detrás de los grandes nombres, hay historias que nos resultan familiares: ansiedad, agotamiento, la búsqueda de sentido. El cine ya no retrata solo el éxito, sino lo que ocurre cuando el éxito deja de llenar. De Elvis (2022) a Back to Black (2024), y ahora con la historia de Bruce Springsteen en Deliver Me from Nowhere (2025), el biopic ha pasado de la épica a la introspección.
Un género que no se agota
El biopic no ha vuelto, porque nunca se marchó. Desde el fenómeno Bohemian Rhapsody (2018), que recaudó más de 900 millones de dólares, hasta títulos más intimistas como Spencer (2021), Hollywood ha convertido las vidas reales en una mina inagotable. Pero el interés ya no se limita a la taquilla: responde a una necesidad cultural de comprender a los ídolos más allá del brillo.
En Deliver Me from Nowhere, Jeremy Allen White encarna a Springsteen durante la creación de Nebraska (1982), un disco nacido del vacío y la soledad. Sin estadios ni multitudes, la película se centra en la crisis personal del artista, que lucha por seguir siendo “El Jefe” cuando la fama deja de ser refugio. El resultado es un retrato contenido, casi doméstico, que conecta con un público que busca vulnerabilidad, no perfección.

De la celebración al análisis
“El biopic contemporáneo no celebra la fama, la desmenuza”, escribió Peter Bradshaw en The Guardian. Esa frase resume la mutación del género. Películas como Spencer (2021), Elvis (2022) o Blonde (2022) despojan a sus protagonistas del mito para mostrar la herida. Diana de Gales convertida en prisionera del protocolo, Elvis manipulado hasta el agotamiento, Marilyn Monroe convertida en fantasma de su propia imagen… Son retratos de soledad y alienación, donde la cámara ya no observa desde el pedestal, sino desde la intimidad más cruda.
Este enfoque no solo redefine cómo entendemos la fama, sino también cómo consumimos las historias reales. El espectador ya no busca admirar, sino empatizar. El biopic se ha convertido en una conversación sobre salud mental, presión mediática y pérdida de identidad. Donde antes había una estatua, ahora hay una persona. Y esa humanidad —dolorosa, contradictoria, real— es la que mantiene viva la fascinación por el género.

El negocio de narrarse a uno mismo
El biopic también es una fórmula que funciona. En 2024, las películas biográficas musicales generaron más de 2.500 millones de dólares a nivel mundial, según Box Office Mojo. Además, son un imán para los premios: más de 40 intérpretes han sido nominados al Óscar por papeles biográficos desde 2010. Este equilibrio entre prestigio y taquilla lo convierte en un terreno seguro para estudios y actores, una manera de combinar arte, emoción y rentabilidad.
Pero el fenómeno ha ido más allá: ahora los propios artistas buscan controlar su historia. Madonna dirige su propio biopic con Julia Garner, aunque el rodaje se ha pospuesto a 2026. Britney Spears trabaja con Universal en una película sobre sus años de tutela, y Michael —sobre la vida de Michael Jackson, dirigida por Antoine Fuqua y protagonizada por su sobrino Jaafar Jackson— llegará ese mismo año. Su implicación familiar ha abierto el debate sobre la objetividad que pueda llegar a tener.

El biopic se diversifica
Aunque la música sigue dominando, el biopic se ha expandido hacia otros terrenos. En los últimos años se han estrenado Maria (2024, Pablo Larraín dirige Angelina Jolie como Maria Callas), Priscilla (2024, Sofia Coppola), Lee (2024, con Kate Winslet como la fotógrafa Lee Miller) o A Complete Unknown (2024, con Timothée Chalamet como Bob Dylan). El interés por los personajes reales demuestra que el público sigue buscando historias con piel, no solo espectáculo.
Las plataformas han potenciado aún más esta tendencia. Disney+ triunfó en con Becoming Karl Lagerfeld (2024) y FX con Feud: Capote vs. The Swans (2024), series que demuestran que la fascinación por las vidas ajenas funciona igual en formato televisivo. El biopic ya no pertenece solo al cine: es una narrativa cultural transversal, capaz de adaptarse a cualquier pantalla.

La función cultural
Más allá del espectáculo, el biopic cumple una función cultural y emocional. “Estos relatos permiten reescribir la historia desde nuevas sensibilidades —feminismo, salud mental o diversidad—”, explica la profesora Mary Beltrán, de la Universidad de Texas. Títulos como I, Tonya (2017), Spencer o Back to Black revisan figuras condenadas por los medios y las devuelven al público desde la empatía. Ya no se juzga a la mujer inestable ni al hombre decaído, sino que se busca entenderlos.
En tiempos de sobreexposición y culto a la imagen, el biopic se ha convertido en una forma de resistencia. Nos recuerda que la fama es efímera, pero la humanidad no. El biopic ya no cuenta vidas extraordinarias: cuenta vidas reales. Y ahí radica, precisamente, su poder.


