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4 cuentos de primavera

Estos son cuatro cuentos primaverales escritos por algunos de nuestros redactores de la sección de literatura

La primavera del niño árbol – Ángel Lobo

En algún momento de nuestra vida, todos nos terminamos topando con esa historia que nos cambia para siempre: cuando la escuchamos por primera vez, se arrastra sibilinamente a través de los oídos hasta lo más profundo del alma, y allí alza una atalaya que se oculta en un rinconcito de nuestras entrañas. En ocasiones, este eco consigue hibernar durante años, para despertar de cuando en cuando y arrebatarnos completamente: entonces, somos cautivos de las historias que realmente logran emocionarnos, y nos someten a una gravedad impredecible y caprichosa, que puede desviarnos de los caminos por los que transitábamos desde hacía tanto tiempo.

Fue mi abuelo el que sembró La Historia dentro de mí: cuando pienso en él, me resulta imposible no asociarle con las largas narraciones que protagonizaba en la penumbra del cuartillo donde solía encontrarle: un reino humilde concedido en el ocaso de la vida, al que mi abuelo se aferraba tras una existencia marcada por la angustiante persecución.

Mis ojos nunca han vuelto a conocer un crepúsculo como el que parecía iluminar aquella habitación: cuando traspasaba el umbral del cuarto, me imaginaba adentrándome en una caverna en la que reverberaban continuamente ecos de mitos y leyendas, crónicas de un pasado en el que la ficción y la realidad se entremezclaban, ajenas a las categorías con las que hemos decidido matar la magia de nuestros tiempos, en pequeñísimas dosis.

De entre todos los cuentos que me contaba mi abuelo – relatos del exilio, memorias de un país que tuvo que abandonar-, es el del Niño Árbol el que más se ha enraizado dentro de mí. Este infante, – un huésped que no sé aún si se ha instalado en mi mente o en mi corazón-, procedía de un mundo en el que los dioses aburridos paseaban por praderas infinitas, sopesando si conceder a los granjeros un año de tormentas o una terrible temporada de sequías, siguiendo una voluntad que podía llegar a definir el destino de todos los mortales que habitaban aquella provincia.

En el mundo del Niño Árbol, el ser humano no dominaba la Tierra, ni tampoco lo hacían los animales. Los bosques, los océanos y los abismos de esta región fuera del tiempo estaban poblados por quimeras imposibles, engendros con los que el abuelo conseguía excitar mi imaginación o despertar espectros pesadillescos que me visitaban de noche, únicamente dotando a su voz de dejes e inflexiones más o menos inquietantes, durante sus sesiones de cuentacuentos.

La Mujer Tiburón, los Amantes Saltamontes, el Rey Arrecife… Todos ellos eran fruto de uniones inusuales, quizá posibles en tiempos en los que los predicados de la biología estaban todavía lejos de formularse. A veces villanos y a veces héroes, los personajes de los cuentos de mi abuelo pertenecían a una tradición jamás impresa en tinta, que solo pervivía en la mente de aquel anciano, cada vez más azotada por los años.

La desventura del Niño Árbol fue una de las últimas fábulas que pudieron articular los labios de mi abuelo: cuando estos se cerraron para siempre, las historias dejaron de manar, y se selló para siempre el sepulcro en el que descansan, hasta el día de hoy, los hipogrifos y las divinidades olvidadas de aquel país que tuvo que abandonar.

Una tarde de primavera, El Niño Árbol desobedeció a la Madre Árbol, y se alejó demasiado del bosque mientras jugaba distraídamente. En el claro, el Dios Pájaro decidió dar una lección divina al Niño, y batió sus alas con fuerza para generar un ciclón, que arrastró al ser arbóreo hasta la otra punta del mundo.

Allí era invierno, y el Niño Árbol todavía no había deshojado sus ramas. Aunque el pequeño sufría con el roce de los gélidos copos de nieve que caían del cielo, experimentaba un tormento mayor al sentirse aislado de sus compañeros de aquella región de la tierra, que ya habían perdido sus hojas. Congeladas sobre un tronco y unas raíces escarchadas, las flores de hielo del Niño Árbol proyectaron destellos gélidos durante todo el invierno, tratando de liberar una primavera contenida en la oscuridad polar. Sin embargo, la naturaleza dormida no se percató jamás de su calvario.

Aquel cuento buscaba aleccionar a los niños más traviesos, y extirpar de ellos la tentación de desafiar la autoridad de sus padres. Sin embargo, yo jamás sentí lástima por el Niño Árbol: nada más escuchar su historia, intuí que, cuando creciese, afrontaría el mismo destino que él, un sino heroico y trágico que asumí con una resignación impropia de mi tierna edad.

Como el Niño Árbol, muchas veces me he sentido atrapado en una primavera cautiva del invierno, aunque han sido muchas más las ocasiones en las que he notado el frío del invierno en lo más profundo de mis huesos, mientras las amapolas y los girasoles volvían a teñir con sus cálidos colores los campos resurrectos, bañados por el sol.

¿Hubiese sido esta misma ave migratoria desorientada si jamás hubiese escuchado el cuento del Niño Árbol? Se lo he preguntado en numerosas ocasiones al inquilino que vive dentro de mí, aunque, por el momento, no he recibido respuesta.

La pasión desmedida – Alicia Riera

Todo esto que ahora te cuento sucedió durante la primavera de 1903, mientras trabajaba como modelo en vivo para la Academia Real de Artes Prusianas de Düsseldorf. Herr Klaus Hagen y yo coincidimos por primera vez el día del inicio de aquella primavera, en su lección de Paisaje con los estudiantes de último grado. La asignatura se llevaría a cabo, siempre que el tiempo lo permitiese, en el nuevo estudio al aire libre de la academia, recién estrenado ese mismo año. Los alumnos tendrían que crear sus propias versiones de La alegoría de la primavera, de Sandro Botticelli, una de las obras favoritas del maestro Hagen, que era un reconocido italianista. Según me vio sentí cómo su mirada se posaba en mí y me seguía, con disciplinada atención, a cada paso que yo daba. En algún momento se acercó hacia mí y, sin dejar de mirarme y con los verdes árboles del estudio como único testigo, me susurró que era el ser más bello que jamás hubiera visto. Besó mi mano y se alejó de mi lado. Para cuando regresó a su sitio, yo ya me había prendado de su encanto.

Me encandilaron sus formas elegantes pero relajadas, y su voz aterciopelada de barítono. Hablaba de todo con pasión, y tenía la capacidad de conferirle a todo lo que le rodeaba un toque mágico. A través de esa sedosa voz conocí un mundo maravilloso, que yo creía imposible sin la mediación de Klaus Hagen. Y, aunque al principio se limitaba a observarme en las clases en las que coincidíamos, pronto solicitó mis servicios como modelo para su uso privado. Y fue precisamente en una de nuestras primeras sesiones cuando me confesó el motivo de su admiración por mí. Me confió que mi parecido con Simonetta Vespucci, la bella modelo del renacimiento florentino, era tal, que podría jurar creerme aquella joven, reencarnada o transportada en el tiempo. Y así, con un aire completamente seductor, se acercó a mí con el retrato del perfil de una joven de cabellos dorados adornados con perlas y con el pecho descubierto. Era “la sans pareille”, me dijo. Y verdaderamente, el parecido entre aquel retrato y mi reflejo en el espejo era abrumador.

Antes de que pudiese decir nada, me tomó del brazo y me condujo hacia el espejo que colgaba de la pared más septentrional del despacho. Me colocó delante de este y, mientras que me rodeaba la cadera con un brazo, con la otra me acariciaba el rostro con delicadeza y fascinación, resaltando el parecido de cada facción con las de la mujer del cuadro. Me reveló entonces que encontrarme en esa lección dedicada, en parte, a la modelo renacentista, le hacía creer en que Dios ya había procurado nuestro encuentro, que estábamos predestinados. Recuerdo que me sentí como nunca antes me había sentido: admirada hasta la incomprensión. Por eso, cuando giró mi cara hacia la suya y acercó sus carnosos labios hacia los míos no me alejé.

Las semanas se sucedieron entre las clases y las audiencias privadas que le prestaba a Klaus. Nos convertimos en amantes, discretos pero pasionales. Entonces me parecía que la vida, como parecía hacerlo el sol primaveral cada vez que salía, me sonreía. Yo era su Simonetta y con él estaba viviendo una pasión de una intensidad capital. Pero pronto, su obsesión por la italiana se tornó preocupante, a veces estremecedora. Creo, a día de hoy, que perdió el sentido de la realidad y comenzó a confundirla con la ficción que su mente ideaba. Algo en su mirada cambió, y empecé a sentir que él, aún mirándome a los ojos, no era conmigo con quien conectaba. Comencé a preguntarme, cada vez que me llamaba su Simonetta, “¿Klaus me ve a mí, o la ve a ella?”

También comenzó a presentar actitudes extrañas. Cada vez destinaba más tiempo a investigar acerca de la vida de la joven, y pasaba sus horas en la biblioteca buscando desesperadamente alguna loca teoría que fuese capaz de completar las elipsis en su vida. Cada vez comía menos, bebía más y mostraba actitudes cambiantes y contradictorias conmigo: pasaba de la adoración a una desesperación maníaca en instantes. Entonces me agarraba con fuerza, como si tuviese miedo de que yo fuese a irme. Porque eso, descubrí una mañana al toparme con unos informes que justificaban la hipótesis de que la modelo renacentista había sido envenenada de muerte, era precisamente lo que Klaus temía: que yo me desvaneciera en el aire.

El punto de inflexión se dio ya pasado el meridiano de la primavera. Esa mañana, al llegar a la academia me dirigí, como siempre, hacia el despacho de Klaus. La estupefacción que me generó lo que allí encontré todavía me invade al recordar el episodio. Cada hueco libre de las cuatro paredes de esa habitación, incluso el suelo, estaban recubiertos de bocetos de mi rostro, ¿o era el de Simonetta? Facciones casi idénticas se mezclaban unas con otras a mi alrededor, mirándome desde todas las direcciones, y yo sentí como si estuviese presenciando el nacimiento de un monstruo. Klaus no estaba en el despacho, así que aproveché para salir corriendo. El corazón me latía con violencia y no conseguía regular el ritmo de mi respiración. ¿Por qué tenía Klaus todo su despacho forrado con mi rostro? ¿Era, acaso, mío? El día anterior por la noche, cuando abandoné sus estancias, no había rastro de ninguno de ellos. Y, a esas alturas sabía a ciencia cierta que no eran reproducciones de cuadros de Simonetta, ni antiguos posados míos. Era toda una locura nueva y original.

El episodio me fascinó y me horrorizó a partes iguales. Comprendí entonces con total claridad que mi amante se había encandilado conmigo al punto de la obsesión. Había caído en una pasión desmedida y había enloquecido. Estaba tan convencida de que me aparecí, posiblemente de la nada, aquella primera mañana primaveral cuando él propuso imitar La alegoría de la primavera, como de que yo desaparecería si no me retrataba, atándome así a su presente. O más bien, que Simonetta desaparecería. Porque yo no era yo, no a sus ojos. Yo era ella. Un gran sentimiento de rechazo se instaló en mi corazón, pero este vino de la mano de la voz de la ambición: ¿no me garantizaba eso una relación duradera? Y eso supondría estabilidad, pensé. Klaus siempre me cuidaría, no me abandonaría. Escuché a esa voz, y hoy sé que no debí hacerlo.

Cuento de primavera – Javier Goez

Cada 21 de marzo, cuando veo mis ojeras en la imagen que me devuelve el espejo después de haber pasado la noche en vela, me acuerdo de una historia que me contó mi abuela.

Me la contó una tarde de primavera en que fui a visitarla a la residencia. Hacía años que había perdido la cabeza, inventaba historias, en ocasiones se comportaba como una niña, muchos días ni siquiera abría la boca. Esa tarde llevaba un vestido blanco con flores estampadas, y hablamos debajo de un cerezo. Yo venía a despedirme, a contarle que me marchaba lejos. Ella no contestaba, miraba ausente a la hierba. Le dije que me marchaba lejos, a otro país, a otro continente, a un lugar donde siempre era verano. De pronto, cerró las manos en un puño, se ruborizó, y me miró perpleja. «Entonces, ¿no hay primavera?», me dijo, y antes de que yo pudiera contestar, empezó a contar la historia de la que me acuerdo cada 21 de marzo:

“El primer día no sorprendió a nadie. Es normal que la primavera se retrasara unos días, un par de semanas como mucho. Sin embargo, aquel 21 de marzo tuve el presentimiento de que ese año la primavera nunca llegaría, y lo recuerdo porque no fui la única que lo presintió.

Aquel día mi madre me mandó a comprar el pan. Antes de salir de casa cogí el abrigo con la esperanza de que fuera uno de los últimos días en los que tuviera que descolgarlo del perchero. Caminé hasta la panadería con las manos en los bolsillos, sintiendo el frío en la cara. El establecimiento estaba repleto de gente, como si todo el pueblo hubiera decidido aprovechar el calor que desprendía el horno para refugiarse del frío.

Todos hablaban sobre el clima, se preguntaban cuándo llegaría la primavera, cuándo la nieve se convertiría en lluvia. Mientras esperaba mi turno, una pequeña anciana se me acercó por la espalda, y, me susurró unas palabras que nunca he olvidado: “Este año no habrá primavera, no te asustes, no te entristezcas, este año no habrá primavera”.

Nadie escuchaba a esa anciana —Remigia se llamaba—, todos la tenían por loca. A mí me inspiraba miedo, hablaba con un convencimiento que me hizo sentir escalofríos. Asustada, compré lo que me había pedido mi madre, y volví a casa con una mano en el bolsillo del abrigo y la otra a la intemperie, agarrando las barras de pan. Era un 21 de marzo, tendría que haber llegado la primavera, pero el frío que se adueñó de mi mano decía lo contrario; tuve que mantenerla un buen rato cerca de la chimenea para hacerla entrar en calor.

Los días siguientes me despertaba sobresaltada, con la certeza de que por fin habría llegado la nueva estación. Salía de la cama y corría en pijama hasta la ventana del pasillo, la abría de par en par, y, en vez de una brisa primaveral, un viento gélido entraba y recorría la casa. Cada mañana me asomaba a la ventana y no veía ni un rastro de vida: la hierba no era más verde, los árboles seguían pelados, no florecían las margaritas. ¡Las margaritas! Como echamos de menos las margaritas. Pasadas unas semanas, la gente comenzó a hacer locuras por una simple margarita, valían su peso en oro. Muchos dilapidaron su fortuna por una simple flor. Una orquídea valía más que cinco cartones de tabaco.

Cuántas cosas extrañas sucedieron… Los alérgicos era considerados gurús, brujos capaces de predecir el futuro. Pasábamos horas observándolos. Si alguno de ellos estornudaba, la gente estallaba de júbilo, y los niños corríamos por las calles anunciando que la primavera llegaría. Sin embargo, los días se sucedían, la primavera no llegaba, el frío seguía entre nosotros. En casa, empezamos a tomar nota de la hora a la que el Sol se escondía cada tarde. Esperábamos que los días se hicieran más largos, queríamos pensar que todo había sido cuestión de percepción, pero no fue así; el sol caía siempre a la misma hora, sin margen para la esperanza.

A mediados de mayo, llegó a nuestra casa —no recuerdo cómo— un vinilo con las estaciones de Vivaldi. Cada noche, después de cenar, nos reuníamos todos en el despacho de mi padre. Desperdigados por el suelo, cerrábamos los ojos, y mi padre ponía el vinilo en el gramófono. Cuando sonaba la música, imaginábamos que la primavera había llegado. Yo me sentaba debajo del escritorio, sobre una alfombra, y pasaba la mano por encima de ella como si se tratara de hierba, hierba verde, fría y húmeda. Esos momentos fueron lo más cerca que estuve de la primavera.

Créeme si te digo que nunca llegamos a acostumbrarnos a su ausencia. Tres meses después de lo que me dijo aquella anciana, el calor volvió sin que nadie supiera alegrarse. El verano había llegado, pero nadie lo quería si no venía acompañado de la primavera.”

Esa es la historia que me contó mi abuela, la historia que recuerdo cada 21 de marzo, la historia que me mantiene en vela los días antes de que llegue la primavera. Al salir de la residencia, la frase de aquella anciana resonaba en mi cabeza, y lo siguió haciendo todo el tiempo en que viví lejos, en el país en que siempre era verano: “Este año no habrá primavera, no te asustes, no te entristezcas, este año no habrá primavera”.

Mucho tiempo después, cuando regresé de ese lugar, volví a la residencia para despedirme de mi abuela, esta vez para siempre. Ese día le pregunté qué año fue aquel en el que no hubo primavera. Ella me respondió que eso no era importante, que las fechas se olvidan, y, sin embargo, nunca olvidaré el día de su muerte. Se fue con 81 años. Y con 80 primaveras.

Batido de chocolate – Almudena Bernal Cremonesi

Mi madre me contó que yo nací porque ella comió chocolate negro en compañía de papá. Y así como me preparaba tartas de trufa todos los años hasta que cumplí seis años, se acabaron las existencias de cacao en los armarios de la cocina poco después. Pienso en todo ello mientras seco las tazas y los platillos y los alineo sobre el mostrador.

Entonces la pregunta que había revoloteado por mi conciencia durante meses me asaltó con fuerzas renovadas. «¿Por qué no soy capaz de hacer amigos?»

La campanita de la puerta tintinea con alegría y el cálido aire de la primavera se cuela en la cafetería del jardín botánico, arrastrando motas de polen al interior. Observo a cuatro chicas de mi clase entrar y recorrer con la mirada el salón en busca de una mesa libre. Lo he intentado también con ellas. Una y otra vez. Prestándoles apuntes, conversando entre clases y proponiendo planes. Dejo que mi compañero las atienda, y yo me concentro en preparar bebidas con la vista fija en los sobres de cacao en polvo.

Antes de que pueda escuchar de nuevo la campanita o apreciar el aroma de las flores, los altavoces empiezan a reproducir una melodía que me deja clavada sobre los talones. No he escuchado esa canción en diez años. Me giro hacia la puerta, sabiendo de antemano a quién voy a ver en la entrada. Ella, sin embargo, no me reconoce.

Violeta, mi mejor amiga de la infancia, lleva el pelo teñido, que ahora cae liso y rojizo. Tras un segundo de duda, clava su mirada en la mía y se aproxima lentamente, como si hubiésemos quedado encadenadas la una a la otra. Su mirada es exactamente la misma.

—¿Sabes quién soy? —pregunta tímidamente, y descubro que su rostro no ha cambiado, que tan solo se ha hecho mayor. Su voz sí es ligeramente diferente. Asiento con un nudo en la garganta, y ella se hace un poco más alta—. He venido porque es tu cumpleaños.

Respiro hondo. Mis manos temblorosas se aferran a un trapo. Como no digo nada, se acerca y se toma la libertad de pasar por debajo de la barra. Como la Violeta que recuerdo.

—Cuando cumpliste siete años prometimos que de mayores viviríamos juntas —me recuerda. Aparto la mirada, avergonzada—. Hicimos una promesa, y ahora estamos obligadas. Lo sabes.

—Lo sé. Lo recuerdo. —Tras la cristalera, me fijo de nuevo en las chicas de mi clase que han decidido salir a la terraza. Ríen tanto que a las enredaderas les crecen flores sin parar. Por cada carcajada, un nuevo capullo. Por mi parte, estoy tan nerviosa que la cafetera a mi espalda rebosa y el agua hirviendo chorrea hasta el suelo. La chica frente a mí le echa un vistazo curioso.

Cuando tenía siete años mis padres provocaron que cada vez que yo entrara en una habitación, esta se quedara a oscuras. Las bombillas se apagaban y durante un año, la única que fue capaz de aguantar la oscuridad fue Violeta, que se sentaba a mi lado y me cogía la mano. Sus velas de cumpleaños no llegaron a prender, y también eso me lo perdonó.

Yo la había querido más que a nada, y sin embargo ahora es una extraña frente a mí.

Comienza a faltarme el aire. El polen inunda mis fosas nasales, y se hace insoportable. Tomo a Violeta de la mano y la llevo al baño.

—Sé que te hice una promesa, y que cumpliste tu parte. Sé también que fui yo quien se marchó del pueblo —murmuro, sin poder respirar más que el polen, sin escuchar más que la música de los altavoces y sin ver nada más que las raíces castañas de su pelo creciendo poco a poco—. Pero ha pasado mucho tiempo, y tú y yo no nos conocemos.

—¿Ah, no? —pregunta. No sé si le duele o no mi confesión.

—Teníamos ocho años, Violeta. Esas promesas no deberían contar.

—Pues lo hacen, Elena —dice, y yo me dejo caer sobre las baldosas del suelo. Ella se agacha frente a mí con las manos en los muslos—. En el pueblo todos se acuerdan de ti, ¿sabes?

—No voy a volver. Quiero que me quieran por quien soy, no porque tengan lástima de la familia que me crió —sentencio, expulsando todo el aire de mis pulmones—. Y juro que lo he intentado, pero parezco invisible.

—Siempre has tenido creencias extrañas —apunta con ternura—. Pero te aseguro que no eres invisible. Buscándote por ahí me han hablado bien de ti. Solo les pareces inaccesible, muy metida en tu cabeza. —Sonríe, y aparecen en sus comisuras esas líneas que ya no recordaba, pero que me hacen devolverle la sonrisa—. Escucha. No tenemos que volver, podemos irnos lejos. A La India, si quieres. Haremos pizza todas las noches. Adoptaremos un gato cada una y tendremos una piscina. No sé cómo, pero tenemos que hacerlo.

Reprimo una pequeña risa ante la clase de ideas sobre el futuro que teníamos de niñas.

—No voy a decir que no me he planteado dejarlo todo —vacilo. ¿Qué podía hacer para amar a alguien sin apenas conocerle, tan solo valiéndome de recuerdos?

—Tengo una idea. —Ella parece pensar lo mismo—. Prepárame un batido de chocolate.

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