¿En qué momento dejamos de enamorarnos de las películas?
Últimamente sucede que apenas alguna película se siente como inolvidable. Se ven, gustan, hacen llorar, empatizas, te compadeces de los personajes, los odias o los amas, frustran o inspiran, pero al mes no queda el recuerdo de esa frase que parecía que marcaría para siempre. El cine ha dejado de ser un refugio al que acudir para sentirse a salvo, protegido, que te hace creer en el amor y que todo es posible, para convertirse en un nombre más en mi lista de películas vistas, en contenido que hay que consumir, uno tras otro, sin dejar que infiltre.
A veces surge el pensamiento de por qué las películas del pasado sí han dejado ese rastro, y por qué las actuales no lo consiguen. ¿Será simplemente nostalgia, o es cierto que las películas de los años 2000 tenían algo, una identidad, un confort, que hoy parece difícil encontrar? ¿Habrá simplemente que esperar a que sea el tiempo quien le otorgue el nombre de clásicos a las películas actuales? ¿Será que el título de confort movies solo puede ser otorgado póstumamente?
Esta pérdida de esencia, de realidad o de identidad, se debe —en parte— a la insaciable búsqueda de perfección técnica. El paso del tiempo y la evolución de los medios ha permitido la creación de cosas tan impresionantes como monstruosas. Cosas mágicas y maravillosas que nos hacen sumergirnos en un mundo donde todo es posible, pero nada es real. Para mucha gente será esta la magia del cine: el entretenimiento impactante e incesante, donde siempre pasan cosas y el bien siempre triunfa. Y eso está bien.
Muchas películas de este estilo te hacen volver a tener 10 años y sentirte maravillada con el mundo audiovisual. Pero falta algo. Falta ese algo que hace recordarlas con morriña años después. Y ya no solo recordarlas con esas ganas insaciables de volver a ellas, sino poder verlas de nuevo y volver a sentir todo aquello que sentiste por primera vez. Esto sucede porque la magia del cine también se encuentra en lo emocional. Y una historia de amor siempre va a haber, pero ¿es necesaria si no es real?
Antes el amor y la química se percibían reales, tanto dentro como fuera de la pantalla. El cine era una experiencia: los preestrenos, el ir al cine, alquilar un DVD, esperar al estreno en TV, sumados a la conexión de los actores, creaba una expectación y un vínculo con la película hoy en día perdidos. Ahora el cine compite con el scroll infinito, convirtiéndose en un episodio más, en un contenido más. Tener algo tan al alcance de la mano, aunque supla la necesidad de comodidad existente, implica perder la sensación de exclusividad. Cuando todo es inmediato, nada se siente especial.
Inmediato, e infinito. Porque la tendencia actual de las sagas es, de la misma forma, una piedra en el camino de la iconicidad. Con las películas se crean grandes marcas y cada año salen nuevas películas como contenido de esas marcas. Pero no son obras con identidad propia, sino un capítulo más. La iconicidad nace en parte de las historias auto conclusivas, aquellas que no necesitan secuelas ni conexiones forzadas. Una película que se sostiene sola y se queda en la memoria.
Y gran parte de la fuerza de estas películas radica en los personajes. En las romcoms de los 2000 los personajes eran incómodos, raros, contradictorios, reales. Tanto los protagonistas como los secundarios eran únicos. A esto se le suma el vestuario, con personalidad, y las casas y localizaciones, personales. Todos esos elementos creaban un mundo único. La estética minimalista de ahora ha consumido la personalidad. Parece que los personajes viven en hoteles, donde la simpleza visual se iguala a la simpleza de la personalidad.
Es innegable que parte de esa magia se ha perdido, la conexión real ya no está. A lo mejor el cine solo se está adaptando a las relaciones actuales. Pero, por mucho que el amor haya cambiado, el cine debería estar para recordarnos la magia que un día habitaba en el mundo, que la casualidad de enamorarse locamente más allá de la razón sigue existiendo. Al final, lo que hace que un amor sea realista es justo lo contrario: esa pequeña parte de fantasía. Por eso volvemos a ellas, porque nos hacen volver a sentir esa ensoñación y esa magia que la inmediatez de la sociedad nos ha quitado.
Esto no quita que se sigan haciendo películas con personalidad a día de hoy, hechas a fuego lento con personajes únicos que te permiten conectar de una forma íntima y personal. Tampoco quita la grandiosidad audiovisual que se está logrando, con producciones fascinantes e imponentes escenas. A lo mejor la clave es averiguar para qué se hace cine, cuál es la finalidad. Aunque no hay una única respuesta, sino tantas como personas hay en el mundo. El universo audiovisual es tan grande que hay cabida para todas las posibles respuestas a esa difícil pregunta. Pero, para mí, debe caber sobre todo la más importante, que volver a las películas sea como volver a casa.

