En Vida mía, la escritora italiana narra su experiencia personal en un campo de concentración japonés durante la Segunda Guerra Mundial
Apenas se habla de ello, pero el Imperio japonés también ejerció el terror de los campos de concentración durante la segunda Guerra Mundial. El campo de Tempaku, en Nagoya, estuvo destinado a los italianos que no juraron lealtad al gobierno nazi-fascista de la República del Saló, estado títere de la Alemania Nazi que existió en el norte de Italia entre 1943 y 1945. Solo 18 se negaron. Entre ellos, Fosco Maraini y Topazia Alliata junto a sus hijas Dacia, Yuki y Toni.
Entonces tenía casi siete años. Hoy, Dacia Maraini (1936) es autora de algunas de las grandes obras de la literatura italiana. Lleva una década en las listas de favoritas para el Nobel. Teatro, cine, novela o ensayo, Maraini se sirve de todas las formas que puede tomar la palabra para indagar en la condición de la mujer y reavivar la memoria histórica. Entre sus títulos más relevantes se hayan: Los años rotos, La larga vida de Marianna Ucria y El tren de la última noche.
Vida mía: memorias de una niña en un campo de concentración acaba de ser publicada por Altamarea en España, traducida por Raquel Olcoz. En ella, la italiana escribe sobre los dos años de hambre, sufrimiento y humillación que condenaron a su familia por “traidores de la patria”. También evoca lo bello del pueblo japonés y el más fuerte espíritu de esperanza y resisencia.
El presente pide desenterrar el trauma pasado
Hay relatos que se acomodan en el baúl de los comienzos hasta que no caben las evasivas para completarlos. Para Maraini, lo fácil hubiera sido no enfrentarse a los eventos de Vida mía. “Llevaba años queriendo seguir adelante con este libro que había empezado. Siempre lo posponía porque pensaba que sería demasiado doloroso”, explica a El Generacional. Pero un presente convulso revolvió la necesidad de desenterrar el recuerdo de su infancia en Japón. “En esos dos últimos años, al sentir resurgir vientos bélicos, pensé que debía obligarme a terminar la historia”, afirma.
Así lo hizo y no se arrepiente. “Escribir me ayudó a distanciarme de aquellas experiencias. Muchos episodios que había borrado de la memoria volvieron a mi mente con toda su viveza”, cuenta. Vida mía funcionó como terapia personal y es también una cura en lo social. Pues su lectura advierte del peligro de olvidar como los estados fascistas del siglo XX pudieron ejercer el terror a ojos de una humanidad ciega. “Creo que vivimos en una cultura que desalienta y censura la memoria, y con ella la belleza y el afecto por las ideas morales, para perseguir una práctica de consumismo acelerada y con una atención cada vez más obsesiva por el presente. Sin tener en cuenta el pasado y, por consiguiente, el futuro. En este clima, la memoria se convierte en resistencia y fuerza ética”, revela.
Ella misma ejerce esa labor educacional más allá de la escritura. “Nadie en Italia sabía que en Japón había campos de concentración para italianos y debo decir que, incluso ahora, la mayoría de los italianos ignoran este hecho histórico. He intentado darlo a conocer y, en parte, lo estoy consiguiendo, porque muchas escuelas me llaman para hablar de ello con los chicos, que se muestran muy interesados”, explica.

“Nunca pensé que mis padres se hubieran equivocado”
En Vida mía hay un fuerte sentido de la resistencia y la unión familiar. Los padres de Maraini, Fosco y Topazia, tomaron la decisión de no jurar lealtad al fascismo al mismo tiempo, pero en espacios diferentes. Ambos eran conscientes de las consecuencias que podía traer a su familia y, a pesar de todo, no dudaron en saber que el otro también se negaría. “Mis dos padres jóvenes decidieron permanecer fieles a sus ideas democráticas frente a las ideas racistas que se habían impuesto en nuestro país. Creo que la decisión de mis padres fue un acto de valentía que ha servido de modelo para mi vida. Me enseñó que, para defender tus ideas, puedes y deber afrontar dificultades y sacrificios… Por supuesto, entonces no era consciente del alcance de la decisión. Sin embargo, la sentí como algo justo y natural. Nunca pensé que mis padres se hubieran equivocado”, afirma.
Sobre todo ello, Maraini escribe con sencillez, es directa, no obliga al lector a descifrar el mensaje. La voz protagonista es su ‘yo’ de siete de años. Y de vez en cuando deja correr su pensamiento actual, más capaz de reflexionar sobre la guerra, la esperanza, el poder de la información o la belleza de un pueblo. “Como adulta quise contar las experiencias de una niña y, por lo tanto, entrelacé una visión infantil con una adulta. Sentí la necesidad de comprar las dos visiones y lo hice, sin seguir ninguna norma”, aclara.
El amor profundo a la cultura japonesa
Quizás, una de las visiones más interesantes del libro es el amor que Maraini expresa hacia Japón, tanto de niña como de adulta. “Aprendí, precisamente en el campo, que el pueblo japonés no nos veía como enemigos. De hecho, sabían que todos los reclusos del campo eran estudiosos de la cultura japonesa, personas que se habían integrado, como mi padre y mi madre, como nosotras las niñas, que vestíamos kimonos, comíamos arroz así y hablábamos el dialecto de Kioto. Solo los guardias del campo eran crueles con nosotros. Eran personas con mentalidad militar y para ellos éramos traidores de la patria, una acusación grave para un japonés. Mientras que la población fuera del campo nos veía como pobres extranjeros encarcelados sin motivo”, recuerda con empatía.
Maraini todavía visita a menudo Japón, mantiene amistades en el país y publica allí sus libros. “Diría que, con sabiduría, hoy en día la mayoría reconoce la injusticia de aquel encarcelamiento y sabe que éramos extranjeros, pero que estábamos enamorados de su país y no teníamos ninguna intención maliciosa hacia ellos, solo afecto y amistad. Esto ha permitido mantener buenas relaciones”, sostiene.
Vida mía es, entonces, mucho más que un libro sobre la guerra y la memoria. Entre escenas y pensamientos de su autora, nos aproxima a la mentalidad de los nipones. Resultan sorprendentes su visión de la muerte, o sus obligaciones morales. Maraini conserva lo positivo de todo aquello en su forma de ser y pensar. “La concepción de la muerte como un paso y no como un final me parece que ayuda a nuestra relación con el final de la vida. Para la cultura japonesa, cuando alguien muere, se prepara para renacer. Y esto significa no pensar en la muerte como una pérdida y una descomposición. Para los japoneses, los muertos son criaturas ligeras pero sabias e inteligentes que ayudan a los vivos a vivir mejor dándoles consejos sabios”, explica.

