Hay imágenes que no queremos ver, y que sin embargo, miramos. Y no solo eso: las pausamos, las ampliamos, las repetimos con devoción silenciosa. Aunque sepamos que algo dentro se encoge, que hay un límite que se está difuminando. Lo llamamos morbo. Y no siempre tiene que ver con sexo o violencia: a veces basta con quedarse escuchando una conversación ajena en un bar. ¿Por qué nos atrae lo prohibido? ¿Qué hay detrás de ese impulso humano?
El morbo como impulso
El morbo no se razona, se experimenta. Va por delante del juicio, escapa al control. Se cuela por los ojos, por los oídos, por la piel. Es un disparo involuntario que te lanza directo a mirar justo eso que sabes que no deberías.
Se percibe como una pulsión, un fogonazo interno que actúa sin pedir permiso. El cuerpo responde: primero adrenalina, luego dopamina. Un chute químico que no distingue lo ético de lo inmoral. Se siente, y con eso basta.
Lo curioso es que no siempre conlleva placer. Muchas veces es asco, inquietud o incomodidad lo que padecemos. Pero ahí se mantiene. Porque hay algo en ese cóctel entre miedo y deseo que engancha. Biología pura, no magia.
Plutarco lo definía como “la desobediencia de la razón”. Y tiene sentido. No se trata de un deseo cultivado, sino de algo más visceral, casi animal. Un impulso instintivo. Un mecanismo de curiosidad en estado puro. Existe esa necesidad de saber, incluso aquello que convendría evitar.
Y no, no siempre se relaciona con lo sexual. También es morboso escuchar cómo se descompone una pareja en la mesa de al lado, mirar de reojo una ambulancia con las luces encendidas. Es la misma fuerza que lleva a frenar al pasar por un accidente en la carretera.
El interés malsano
La RAE lo deja claro: morbo es enfermedad, pero también atracción por lo desagradable. Dos caras de la misma moneda. Una palabra con historial clínico y carga moral. Ya los romanos, como Cicerón y Séneca, usaban morbus para referirse a algo que enfermaba el alma, no solo el cuerpo. Similar a un defecto de fábrica.

Es una percepción reconocible. Aunque no siempre se confiese. Y lo que mueve no es tanto el hecho en sí, sino la frontera: ese punto exacto entre el rechazo y la fascinación. No se trata de querer vivirlo, sino de asomarse sin quemarse. Porque existe la necesidad de sentir, incluso a través de lo incómodo. Y en un entorno saturado por pantallas, ruido y scroll infinito, solo lo raro, lo crudo, lo feo, logra sacudir con vigor . Lo que no debería verse es, a veces, lo único que atraviesa.
Esa necesidad de sentir algo
Ortega y Gasset hablaba del “morbo” como un virus silencioso que enferma a una sociedad obsesionada con lo útil. Una sociedad que ha dejado de hacerse preguntas, que solo ejecuta sin pensar. Según él, cuando todo se rige por la función, lo demás (la emoción, la reflexión, el temblor) se atrofia.
Quizás por eso se busca lo contrario. La morbosidad, por muy sucio que suene, activa. Incluso cuando deja una sensación turbia. No sería solo una curiosidad desviada, sino también una reacción ante lo oscuro. Y así, manera de recuperar el estremecimiento.
Al final, no se trata solo del objeto mirado. Habla de quien mira: del umbral de sensibilidad frente al adormecimiento general.
El límite entre el instinto y la ética
Pero no todo vale. Hay una línea, no siempre clara, entre lo humano y lo patológico. El morbo no es un crimen, pero puede rozar zonas escabrosas.
Si no hay consentimiento, si se cruza el límite de la dignidad ajena, deja de ser una pulsión compartida y se convierte en violencia.
Porque cuando se vuelve adicción, cuando justifica lo ilegal, cuando deshumaniza, ya no es curiosidad, es agresión.
Y sí, el morbo forma parte de lo que somos, pero también lo es decidir hasta dónde mirar.

