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El patriotismo oxidado

 

«Estoy dispuesto», dijo Nikhil, «a servir a mi país; pero mi veneración la reservo para un derecho que es mucho mayor que él. Venerar a mi país como si fuera un dios es lanzar sobre él una maldición». Esta es una de las citas recogidas en Los límites del patriotismo, (2016), de Martha Nussbaum. Hace referencia a un personaje de la novela de Rabindranath Tagore La casa y el mundo (1916). Nikhil representa el ideal cosmopolita frente a su esposa Bimala, ferviente patriota india. ¿Qué es exactamente el cosmopolitismo y cómo de antagónico es respecto al patriotismo?

El cosmopolitismo: una de las primeras utopías

El ideal cosmopolita es de los más antiguos, teniendo su origen en Diógenes y los estoicos. Nussbaum recupera sus ideas, a saber, que nuestras obligaciones morales se derivan de la totalidad de la comunidad humana. «Debemos considerar a todos los seres humanos como nuestros conciudadanos y convecinos» sostenía Plutarco. La autora recupera este ideal de orígenes remotos, pero aspiraciones contemporáneas. El sabernos ciudadanos del mundo nos dota de una amplitud ética que debe superar cualquier Estado-Nación o comunidad local. En tiempos de globalización, y, en concreto, de pandemia; la interdependencia es innegable. Propone alargar nuestro compromiso moral más allá de las fronteras nacionales, entendiendo que las decisiones y políticas que un país adopta tienen impacto en lugares totalmente ajenos a nosotros, en los que no se realiza ningún tipo de rendición de cuentas.

El ejemplo paradigmático son los Estados Unidos, en los que la autora considera que es necesaria una educación «cosmopolita», de una perspectiva historia crítica y de un contenido que mire más allá de la Revolución Americana: las implicaciones de la política estadounidense en los conflictos, en la ecología, en la política internacional. Se trata de una equiparación entre el plano doméstico y el plano internacional que exige una responsabilidad moral para con el resto del mundo fundamentada en algo más que la simple «igualdad básica de todos los seres humanos» que propugnan los Derechos Humanos.

Hoy en día, la perspectiva cosmopolita puede resultar atractiva en diversos aspectos. El primero de ellos, para fundamentar una ética, que más que tratarse de un «velo de la ignorancia» internacional, pretenda una solidaridad entre pueblos. En segundo lugar, abre el sendero de la crítica al Estado-Nación y a una reformulación democrática. Como brillantemente señala Seyla Benhabib, vivimos en una asimetría constante entre la soberanía territorial y la soberanía democrática. En tercer lugar, sienta las bases de una posible nueva cultura, a la que Amy Gutman se ha referido como «humanismo democrático». Finalmente, sugiere un sujeto político cuanto menos interesante: la consideración de la nacionalidad como un accidente y no como mérito, lo que resta argumentos al orgullo patriota y al enaltecimiento sentimentalista de la nación. Desde luego, las teorizaciones al respecto mantienen una simpatía con lo que Kant llamó «el reino de los fines», una tentadora utopía. No obstante, subyace una problemática irresuelta a cualquier planteamiento cosmopolita. Una cosa es que el patriotismo tenga un potencial político limitado, y otra, que desaparezca. ¿Qué hacer entonces con la identidad, sea la de la patria, la de la etnia, la religiosa; o todas?

Cosmopolitismo e identidad local

Lejos de ver el panorama blanco y negro, una combinación de los dos principios (el del patriotismo, y el del cosmopolitismo) parece la mejor. Como Charles Taylor señala, tal vez el campo de batalla deba situarse entre los patriotismos más cerrados, y aquellos más abiertos y hospitalarios ante las solidaridades cosmopolitas. Abandonar la cuestión de la identidad, como han implícitamente sugerido teóricos cosmopolitas puede ser peligroso: libera un espacio discursivo que las identidades más férreas e irredentas no tardan en ocupar. Pero, ante todo, cierto sentido de la identidad es necesario para el juego democrático. Como denotado por Immanuel Wallerstein, la democracia y la gobernanza requiere de un vínculo que incentive y compulse el compromiso político con las mismas. A días de las sonadas elecciones madrileñas, este asunto parece imperante en la agenda. La identidad grupal moviliza al débil contra el fuerte hacia una redistribución de poder, en todas sus formas. De ahí la estrechez entre los objetivos democrático e igualitario de una sociedad, señala el autor americano. El compromiso ético derivado de la identidad desemboca en el impulso de estas reformas por parte de los no-privilegiados.

Esto sugiere que el ideal a seguir es un delicado equilibrio entre identidades. Volviendo a la Grecia clásica, los estoicos lo visualizaron como una serie de círculos concéntricos entorno al sujeto. El más cercano y estrecho, la familia; después otros como la etnia, la comunidad; luego la forma superior de organización política (tal vez, la nación); hasta llegar al círculo más amplio de todos: la humanidad. La inocencia del ideal cosmopolita puede resumirse en pensar que el círculo de la humanidad puede aspirar a ser tan fundamental como cualquiera de los otros más cercanos. No obstante, lo que sugirieron los estoicos fue lo siguiente: hacer que los círculos estuvieran lo más cercanos entre ellos como fuera posible. Es decir, que para alcanzar la amplitud ética que el cosmopolitismo de Nussbaum permite, no se requiere eliminar las identidades, es más, se necesitan. Un término medio entre «el particularismo que excluye lealtades más amplias» y el «cosmopolitismo que invalida lealtades más estrechas».

Renovar el patriotismo

Una reformulación del patriotismo es un ingrediente necesario para la convivencia pacífica entre Estados, y la cooperación internacional para asuntos tan urgentes como el clima o la redistribución de los recursos. Se necesita engrasar de nuevo la máquina para poner en marcha esas identidades hospitalarias de las que algún alemán habló, para evitar los conflictos identitarios de los que José Antonio Parcha habla en su artículo. Ya hay, en cierto modo, un cosmopolitismo latente, en tanto que nos vemos afectados por las decisiones de otros países, organizaciones internacionales, o multinacionales. En ese sentido, somos ciudadanos del mundo inevitablemente. No obstante, queda ser ciudadanos del mundo como lo somos de nuestro país: con derechos y deberes. Como señalaba Rousseau; «Así, de nuestra misma deficiencia, nace nuestra frágil dicha».

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