Hay un hilo que une a las mujeres que se levantaron antes que nosotras: las que escribieron, las que denunciaron, las que hablaron cuando hablar les costaba algo más que reputación
No fueron solo figuras literarias: fueron dinamita. Desde la lucidez feroz de Woolf hasta la advertencia de Lorde, desde la rebeldía moral de Beauvoir hasta la insumisión de Campoamor, todas dijeron lo mismo con palabras distintas: la libertad de las mujeres no es un adorno, es una grieta en el sistema.
Ese legado no es una postal feminista. Es una invitación, y también una obligación a no aceptar la pasividad como destino. Porque si algo han demostrado siglos de lucha es que la violencia contra las mujeres no se sostiene sola: la sostienen estructuras, inercias, silencios y complicidades que demasiadas veces pasan por normales.
Ese es, quizá, mi mayor cansancio: vivir en una normalidad que no deja de pedirnos supervivencia. Un cansancio que no se parece a ningún otro, porque no se cura durmiendo. Es el cansancio de anticipar riesgos, de hacer cálculos invisibles, de aprender estrategias de autoprotección transmitidas como si fueran herencias familiares.
Es la fatiga política de existir en un mundo que aún considera que la violencia es un problema personal y no la consecuencia lógica de un orden desigual. Llevamos generaciones reclamando lo mismo: que no queremos adaptarnos a la violencia, queremos erradicarla. Y, sin embargo, seguimos cargando con la pedagogía que debería asumir quien agrede, no quien es agredida. Existe constantemente un señalamiento constante hacia quien no lo merece. No es nuestra culpa, señores.
La violencia contra las mujeres no es solo un acto: es una arquitectura. Está en los cimientos de la cultura, en las grietas de la intimidad, en la economía del hogar, en la retórica del amor, en la manera en que se interpreta el deseo y se reparte el poder. Está en lo que se dice y en lo que no se cuestiona. En lo que se permite. En lo que se justifica.
Hay violencias que rompen huesos y otras que rompen horizontes. Violencias que marcan la piel y violencias que modelan el carácter. Paralizan el cuerpo y moldean la voz hasta convertirla en susurro. Amables, estéticas, económicas, digitales, afectivas. Todas sirven al mismo propósito: recordar quién puede y quién debe adaptarse. Las ves en todos lados, está en cada mujer que puedas conocer, luchan constantemente sobrevivir a ello. «Qué pereza» pienso mientras intento darle sentido a este texto, que a mí me parece tan obvio.
La penetración del insulto simbólico es contundente. Aparece en los discursos que analizan nuestro cuerpo como si fuera patrimonio público, en los mandatos estéticos que se disfrazan de autocuidado, en la aparente preocupación de quienes nos dicen cómo deberíamos ser «para nuestro bien». Desde las modas farmacológicas que colonizan nuestras inseguridades hasta la mirada ajena que opina sobre nuestro peso, nuestra ropa o nuestra edad, el cuerpo de las mujeres sigue siendo un territorio intervenido. Y ese control —amable, revestido de buenos consejos— es también una forma de violencia.
Decimos que hay que educar. Y sí, pero ¿a quién? ¿Y cómo? No se puede educar sobre igualdad mientras se perpetúan jerarquías afectivas que sitúan a las mujeres en el terreno de lo disponible. Mientras se normaliza que el cuerpo de las mujeres sea territorio opinable. Educar sobre libertad sin cuestionar el orden emocional que todavía opera bajo la idea de que el amor es posesión, o protección, o sacrificio.
Educar, política y emocionalmente, implica desmontar. Señalar con claridad dónde se produce la violencia antes de que sea visible. Incomodar a quienes no sienten la amenaza. Implica explicar que la igualdad no es un sentimiento, es una redistribución del poder. Y que el poder nunca se redistribuye sin resistencia.
No depende de gestos bien intencionados. Depende de decisiones que redistribuyen recursos, de sistemas que escuchan, de instituciones que no fallan cuando más importan, de contextos donde la palabra «protección» no sustituye a la palabra «derechos».
Depende de políticas que entienden que la autonomía económica no es un privilegio: es la diferencia entre quedarse y poder irse. El miedo no es un argumento judicial y sí es una evidencia. ¿La sociedad dejará de medir la credibilidad de una mujer en función de su docilidad? Habrá que entender que ninguna libertad es plena si la mitad de la población tiene que pensar su vida en términos de supervivencia.
Es la conciencia de que ya no acepto tantos silencios, ni explicaciones indulgentes, ni discursos que recomiendan paciencia. Aunque nos pese la herencia, seguimos escribiendo futuro. No como víctimas resignadas, sino como sujetos políticos que reclaman lo que debería haber sido siempre: una vida entera, sin miedo, sin pedagogía defensiva, sin justificaciones.

