El uso reiterado de la extrema derecha como amenaza electoral ha perdido eficacia y deja al descubierto los límites de una estrategia basada en el temor
Durante años, el avance de VOX ha sido presentado como el gran peligro a evitar, el lobo al que había que temer para movilizar al electorado progresista. Sin embargo, la repetición constante de esa alerta ha terminado por desgastarla. Cuando el temor se convierte en rutina, deja de funcionar como herramienta política y obliga a replantear el relato: el lobo sigue ahí, pero el aviso ya no provoca reacción. No porque la amenaza haya desaparecido, sino porque el discurso ha dejado de ir acompañado de respuestas materiales y transformadoras.
El problema es más profundo, más incómodo y, sobre todo, más difícil de esquivar. España atraviesa una acumulación de malestares que han erosionado de forma constante la confianza en un Gobierno que se autodefine como progresista y que, sin embargo, ha demostrado demasiadas veces una preocupante falta de audacia. El desgaste golpea de lleno al PSOE y, aunque en menor medida, también a un PP incapaz de ofrecer algo más que una alternancia vacía. El resultado es un clima de desafección generalizada, en el que la ciudadanía percibe que nadie está respondiendo a la altura del momento político.
La vivienda se ha convertido en el símbolo más evidente de ese fracaso. No es solo un problema más: es un laberinto sin salida para amplias capas sociales, especialmente jóvenes y clases trabajadoras, que ven cómo el derecho constitucional a un hogar digno se diluye entre fondos buitre, alquileres abusivos y políticas públicas tímidas.
Los servicios públicos, tras años de recortes, parches y privatizaciones, muestran claros signos de agotamiento. Sanidad y educación pública sufren una sobrecarga constante, mientras se priorizan intereses privados sobre derechos básicos.
Y la inflación, aunque aparentemente domada en los indicadores macroeconómicos que tanto gusta exhibir, sigue mordiendo en lo cotidiano, empobreciendo a miles de trabajadores que, aun teniendo empleo, ya no llegan a fin de mes.
Entre los jóvenes se ha instalado algo todavía más corrosivo: una desesperanza espesa y persistente. La sensación de que el futuro siempre se aplaza, de que el esfuerzo no garantiza estabilidad y de que las promesas progresistas se quedan en titulares sin recorrido. Esa frustración no desaparece por sí sola: se transforma. Y cuando no encuentra una salida colectiva y emancipadora, acaba funcionando como combustible político para opciones reaccionarias que prometen orden, certezas simples y culpables claros.
No es casual que diversos estudios adviertan de un dato inquietante: alrededor del 20 % de los jóvenes españoles afirma no ver con malos ojos una dictadura si esta resolviera los problemas del país. Ese porcentaje no surge de la nada. Es el síntoma de una democracia percibida como incapaz de ofrecer horizontes, erosionada por la precariedad y por una política convertida en espectáculo permanente. La confrontación sucia, la ausencia de acuerdos y la falta de decoro institucional no solo no ayudan a revertir esta tendencia: la agravan.
Lo ocurrido en Extremadura no es una anomalía; es una confirmación. El resultado refleja una tendencia que se venía gestando desde hace tiempo y que apunta a repetirse en próximos comicios autonómicos. Allí donde el malestar social se combina con una izquierda institucional percibida como débil o acomodada, VOX no solo resiste: crece y se normaliza.
Es en ese terreno fértil donde VOX encuentra su espacio. Su salida de los gobiernos autonómicos no ha sido un error táctico, sino una oportunidad. Le ha permitido recuperar una posición cómoda y rentable: la de quien no gobierna, pero señala; la de quien no gestiona, pero promete; la de quien convierte la incertidumbre en un relato emocional y simplificado.
Frente a un PSOE identificado con el poder, la gestión sin épica y una moderación que roza la resignación, y frente a un PP atrapado entre aparentar centralidad y coquetear con el radicalismo, VOX ofrece certezas falsas pero claras a un electorado cansado, enfadado y desorientado.
La polarización extrema y el bloqueo permanente entre partidos han generado un profundo desapego democrático. La política se percibe como un campo de batalla estéril, más preocupada por humillar al adversario que por resolver problemas reales. Este clima no solo desgasta a las instituciones: empuja a sectores crecientes de la sociedad, especialmente jóvenes, a buscar refugio en discursos autoritarios que prometen acabar con el conflicto a golpe de orden.
La ultraderecha se alimenta de ese hartazgo, pero no lo crea sola. La política convertida en ruido constante, en insulto y en trinchera permanente hace un flaco favor a la calidad democrática y allana el camino a soluciones autoritarias.
La izquierda tiene que reaccionar, y hacerlo de manera inmediata. Repetir una y otra vez el mantra de “que viene el lobo” se ha vuelto insuficiente cuando el lobo lleva años rondando el bosque y, a ojos de una parte del electorado, la catástrofe prometida no se ha materializado. No porque su acción sea inofensiva, sino porque nadie ha logrado explicarlo ni enfrentarlo con políticas decididas, visibles y que redistribuyan justicia social.
España se desplaza hacia posturas más conservadoras, no por un súbito cambio de mentalidad, sino por la acumulación de frustraciones sin resolver, compromisos incumplidos y renuncias asumidas como inevitables. Si el PSOE insiste en afrontar este viraje solo desde la tibieza y la nula autocrítica, corre el riesgo de quedarse sin herramientas para responder. Y, lo que es aún más grave, sin un relato que conecte con la ciudadanía.
Porque cuando el miedo deja de funcionar, ya no hay excusas. Solo queda la política. Y ahí, sin valentía, sin conflicto y sin propuestas transformadoras, los espantajos no sirven de nada. Lo que falta no es advertencia. Es coraje.

