Desde hoy en España no queda nadie menor de cincuenta años que haya vivido la dictadura de Franco
Los medios parecen repetir la noticia del mismo modo que lo hicieron los periódicos de noviembre de 1975. Este 20 de noviembre de 2025, muchos españoles se ven invitados a recordar aquel día en que el dictador falleció tras varios días en estado crítico.
La imagen de un señor bunkeriano de bigotito franquista, reprimiendo las lágrimas, lanzaba un titular histórico: “Españoles —hace una pausa dramática para tragar saliva—, Franco ha muerto”. Este fotograma en blanco y negro del entonces presidente Arias Navarro ha quedado grabado en la memoria de todos los españoles, incluidos los nacidos en democracia. Tras casi cuarenta años al frente del Estado, se había consumado lo que se conocía como el “hecho biológico”: el dictador había fallecido a los ochenta y dos años.
¿Qué tiene este “50 aniversario” que no tuviera el cuadragésimo noveno o el vigésimo primero?
Gracias a la naturaleza o a Dios, según convenga a cada sensibilidad, los humanos contamos con diez dedos, cinco en cada mano. Son las manos las que originaron y condicionaron el sistema métrico decimal que hoy comparten muchísimas culturas y que define la manera en que estas perciben el mundo. Pocas personas llegan a vivir cien años, y las que lo hacen experimentan un siglo completo o parte de dos. Cincuenta años representan, en definitiva, tiempo suficiente para valorar la vida de una persona, pero también la historia de un país.
Aún viven ancianos que conocieron la España anterior a Franco, y no es raro que un niño pequeño pregunte hoy a sus padres: «¿quién es Franco?» al oír el nombre en el telediario. Muchos de esos ancianos, que eran niños en la inestable España de la República, habrían hecho la misma pregunta tras el golpe de Estado del 36.
España a examen
En cierto modo, el aniversario trae consigo un examen para la nación. Medio siglo obliga a un país a analizar sus avances. Le obliga a medirse en el tiempo y a diagnosticar cómo el paso de las décadas ha impactado en la sociedad. El país se pregunta si ha hecho bien los deberes y teme recibir un dictamen negativo. Al fin y al cabo, a las naciones se las juzga por cómo construyen su historia.
Durante la dictadura, Franco se dedicó a fomentar las diferencias y el discurso de vencedores y vencidos. Alimentó así ese cainismo que ha marcado, en distintos momentos, la convulsa historia de España. Reducir un país a “las dos Españas” impide comprender la complejidad sociológica y el mapa ideológico de un pueblo que no es, precisamente, sencillo, y que, de hecho, no se corresponde con esa simplificación.
La dictadura fue un periodo funesto y condenable para cualquiera que hoy defienda los derechos humanos, la libertad o la democracia. Incluso para quien mire el mundo en base a la frialdad de los datos macroeconómicos, la dictadura fue un desastre.
Esta condena la comparte la inmensa mayoría de los españoles. Pero, como siempre, el ruido adquiere una relevancia mediática inmerecida, y algunos medios tienden a convertirse en altavoz de minorías autoritarias. La polarización resulta rentable en términos políticos, económicos y mediáticos, porque la opinión mayoritaria, precisamente por ser mayoritaria, no es noticia ni sorprende a nadie.
Sobre nostálgicos y vindicadores
Según algunas encuestas, casi una quinta parte de los jóvenes españoles ve con buenos ojos el franquismo e incluso el retorno a un sistema autoritario. Grupos reaccionarios sostienen que la democracia ha fracasado y que hay que volver a aquella «España de bien»: la de los toldos verdes. Es lógico que, ante las crisis de nuestro tiempo, los jóvenes más pesimistas eviten un futuro incierto y deslumbrante.
No comprenden las dificultades del presente, problemas que requieren soluciones complejas y tiempo. En lugar de proyectarse hacia lo que queda por construir, los nostálgicos prefieren centrarse en lo que se construyó. Miran al suelo, a la patria y a la nación, pero lo hacen cabizbajos, eludiendo otros paisajes y alternativas.
En contraparte, surgen los más inconformistas, los que defienden el lema del “atado y bien atado”. Critican la tibieza de la Transición y denuncian la supuesta herencia franquista que aún persiste en la democracia. Ambos grupos son antagónicos: los más reaccionarios culpan a la sociedad de haber olvidado sus raíces y de la ausencia del pasado en el presente. Mientras, los grupos más revolucionarios y vindicadores reprochan el exceso de reminiscencias históricas, señalando prerrogativas, privilegios y tradiciones.
Si bien este segundo grupo no blanquea lo condenable, cae en una dinámica similar. El descontento de ambos les hace sobrevalorar el pasado y condiciona sus análisis presentes. En síntesis, unos se quejan de no encontrar pasado en el presente, mientras que otros reprochan tener demasiado pasado en él.
España en movimiento
Enfrentar las adversidades futuras conlleva tiempo, consenso, cesiones y frustraciones; implica tomar decisiones incómodas y asumir incertidumbres. Es la única manera de superar las crisis en democracia.
España atraviesa un progresivo cambio de ciclo, y este aniversario es un síntoma de que el tiempo avanza y que la sociedad está en movimiento. Que la dictadura de Franco siga siendo un tema delicado para el país lo evidencia un contraste histórico: en 1975, la dictadura de Primo de Rivera ocurrida cincuenta años antes apenas se comentaba, mientras que hoy se reflexiona activamente sobre la de Franco. España deberá someterse a nuevos exámenes; quizá el próximo llegue dentro de tres años, cuando la Constitución cumpla también medio siglo.
Para construir una historia que merezca la pena hace falta compromiso e ilusión, y emplear el pasado como un medio, no como un fin en sí mismo para relacionarse con el presente. Es muy posible que España apruebe el examen de hoy y con nota, pero no debe olvidar que toca seguir haciendo historia y que, para ello, no puede obsesionarse con el pasado ni rechazar su presente; de lo contrario, no habrá historia sino, simplemente, histeria.

