Todos hoy por hoy sabemos qué es una impresora 3D. La versatilidad y utilidad de estas impresoras del siglo XXI son asombrosas. Esta tecnología nos brinda la posibilidad de crear todo tipo de artilugios: desde una púa para tu guitarra hasta un llavero, una maceta o incluso una corbata. ¿Pero podría este aparato imprimir un corazón? ¿Y un hígado?
Uno de los problemas centrales de la medicina moderna se enfoca en los transplantes. En muchas ocasiones los pacientes no reciben órganos de donantes a tiempo o en su defecto esperan demasiado, disminuyendo así su calidad de vida durante meses e incluso años. Los ingenieros intentan solucionar estos problemas creando directamente el órgano a transplantar con una impresora.
El funcionamiento de una impresora 3D convencional es sencillo de entender. Tenemos un filamento de plástico que la máquina manipula gracias a un programa informático. De esta forma ese plástico adopta la forma tridimensional deseada. Cuando hablamos de crear un órgano las cosas no son tan simples ya que un tejido biológico no es homogéneo. En un corazón o un hígado tenemos tantos tipos de células que este procedimiento no nos sirve. ¿Pero entonces como hacen los ingenieros y médicos para crear un órgano?
Crear un órgano
Hay dos formas (aún en ferviente estudio) de crear un órgano: célula a célula o creando «andamios moleculares».
Crear un órgano célula a célula como si de un llavero de «Baby Yoda» se tratara es la meta. Es un proceso tan complicado que los científicos e ingenieros descartan. Aún no poseemos un conocimiento tan amplio como para saber enseñarle a la máquina dónde debe estar cada célula o en que estado de maduración debemos imprimirla. Sin embargo, expertos en Big Data están trabajando en este campo para conseguir catalogar y mapear en tres dimensiones todas estas unidades fundamentales de la vida.
Asimismo, la bioimpresión de órganos está completamente volcada en la técnica de «andamios moleculares». Las células siempre están embebidas en ciertos materiales con gran importancia biológica formados por biomoléculas que probablemente te suenen: colágeno, elastina, ácido hialurónico, etc. Siendo capaces de crear andamios de estas biomoléculas inertes, los científicos se convertirían en una especie de jardineros. Cultivarían en ciertos puntos estratégicos células para que estas se reprodujeran y se formara el tejido en base al material «andamio» impreso. Estaríamos por tanto imprimiendo solo los cimientos del tejido, y dejando que las células se coloquen convenientemente a su antojo.
Un ejemplo muy simplificado para crear un músculo sería bioimprimir un andamiaje de biopolímeros y cultivar unas pocas células musculares (miocitos) en puntos estratégicos para que estas se vayan reproduciendo y así crear un tejido sano y fuerte.
Inconvenientes
Esto, no obstante, no es tan bonito como creemos. A los investigadores se les presentan innumerables inconvenientes a lo largo de estos experimentos y el más grande a resolver es el de la biocompatibilidad, o dicho en cristiano: el rechazo de órganos. Si usamos células para los cultivos nuestro cuerpo podría rechazarlas, ¿pero y si usamos células del propio paciente para que se reproduzcan en los cultivos? Podríamos pensar que si estas mismas células implantadas fueran propias no habría rechazo, pero manipular células madre (células que pueden convertirse en cualquier tipo de célula) conlleva un problema muy grande con nombre propio, cáncer. No sabemos manejarlas del todo bien y muchas veces provocan tumores.
Es por eso que aunque esta tecnología ya esté empezando a verse cada vez más en hospitales y centros de investigación, aún estamos muy lejos de ver fábricas de páncreas o de hígado humano.