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La capacidad transformadora del arte

Navegando la intersección

Algo que da buena cuenta de la trascendencia cultural y de la fluctuación de visiones, símbolos, códigos y períodos es la estética. La estética delimita el marco donde va a grabarse el ciclo cultural en la historia.

Son muchas las estéticas que nacen como insurrección frente a estructuras y aspectos impuestos del sistema, y citando quizá los ejemplos más recientes: las marchas de Black Lives Matter responden al racismo endémico en Estados Unidos, y las culturas marginales de la Gran Bretaña de posguerra dan lugar al punk como un movimiento rebelde y contracultural. Cuando hablamos de décadas, de generaciones, de épocas, normalmente las distinguimos por la contribución a la transformación del patrimonio histórico que les acompaña, a menudo y adecuadamente asociadas a los jóvenes cuya presencia fue decisiva para posibilitar esta construcción identitaria; la juventud es así una metáfora social del cambio.

Mariana Ginestà es aún hoy uno de los iconos de la épica proletaria | Fuente: Hans Gutterman (Barcelona 1936)

Trazos de un devenir

Siendo evidente que los símbolos son materia viva de la memoria histórica y dan forma al devenir cultural, una cuestión de interés actual es la de estudiar hasta qué punto son la fuerza principal, si es que esta existe, que derriba críticamente los aspectos contra los que lucha y, de ser así, si el arte tiene el rol principal para contribuir a esta emancipación cultural.

Toda respuesta en pos de posibilitar brechas en el sistema que puedan llevar al cambio debe ser forzosamente dialéctica y bidireccional, es decir, que para movilizarse, la gente intenta asimilar los sucesos de su entorno y a su vez, los propios sucesos del entorno influyen en lo que la gente puede asimilar. Esa reacción recíproca implica, según Stuart Hall, “desplazarse desde una concepción unidireccional de la determinación social y económica a una perspectiva más construccionista desde el punto de vista social, que hablaba de muchas determinaciones, encarnadas, por ejemplo, en las teorías del consumo y de la construcción de uno mismo, en la noción de público activo.”

Las imágenes y su poder

El célebre crítico de cine Serge Daney definía las imágenes como todo aquello «que se apoya sobre una experiencia de la visión y visual a la verificación óptica de un nervio de poder.»

Efectivamente, las imágenes son más que estímulos visuales. Como medio de representación, constituyen un poder capaz de influir enormemente en las relaciones culturales de la sociedad. Walter Benjamin explicaba cómo, en la “era de la reproductibilidad técnica” (término acuñado por el propio autor para describir al incesante flujo propagador de imágenes como el fin de la singularidad), la saturación de los textos visuales hace que el arte gane una utilidad revolucionaria al “desvincularse de lo reproducido en el ámbito de la tradición”. Muy lúcidamente, el autor señala que la incapacidad de percibir la singularidad conduce a la abstracción, facilitando una politización del arte: “En lugar de su fundamentación en un ritual aparece su fundamentación en una praxis distinta, a saber en la política

Un riesgo de esta politización, no obstante, es que la abstracción que la posibilita no siempre resulta crítica. Cuando un poder superior trata de adueñarse del arte (cosa frecuente y que un mercado digitalizado como el actual conlleva unas prácticas competitivas extremas), este puede tener un objetivo alienante y una instrumentalización que neutralice la posibilidad crítica o rebelde: “Cuanto más disminuye la importancia social de un arte, tanto más se disocian en el público la actitud crítica y la fruitiva. De lo convencional se disfruta sin criticarlo, y se critica con aversión lo verdaderamente nuevo.”

La obra de arte pierde autonomía y gana una «democratización» que pese a hacerla más accesible (de acuerdo con Benjamin, sería más adecuado decir que hace más accesible a sus posibles reproducciones), también la hace más fácil de manipular para un espectador desorientado, y por tanto, su politización puede ser precisamente una reacción implosiva en contra del sentido político, a favor de “la política que no molesta”.

El control financiero

En el actual contexto de mediación cultural, el mercado ha comprendido que para favorecer el consumismo, rentabilizar el momento histórico y proteger su patrimonio, se deben acercar de una manera ambigua a los temas de preocupación social relevantes para vender una imagen de frescura y actualidad y al mismo tiempo absorber y desactivar tanto la voz rebelde como el impacto de estos movimientos.

Cosas como la segmentación generacional y el aparejar estilos de vida con determinadas identidades demográficas, que hoy condicionan los estudios sobre audiencia y potencial público, fueron promovidas para fragmentar las audiencias y promover la competitividad por un mercado que frente al avance de lo digital se rearmó y diseñó su futuro dejando de mirar al “hogar” como el nicho compacto que explotar masivamente.

Culturalmente esto significa que los conceptos de influencia e imitación han dejado de ser comparatistas, es decir, ajenos a la cultura popular o al debate, al contrario: ahora son el aceite vivo que engrasa la cultura. Lo que buscan imitando las demandas sociales es la rentabilización máxima de todo tipo de consumidor, incluirle en un mercado armonizado económicamente antes que en un sistema lastrado socialmente por la desigualdad.

Artesanía e industria

Estos procesos son la culminación efectiva que acomete como tarea principal la industrialización de la cultura. Cuando la industria cultural se institucionaliza formalmente, convirtiendo el segundo concepto (cultura) en satélite inseparable del primero (industria), la cultura se convierte en uno de los principales motores de la producción económica, parametrizada uniformemente dentro del sistema: la cultura y sus capitales pasan a ser bienes de consumo por encima de cualquier subjetivación hacia la tendencia estética. 

Siendo un hecho que ante la fragilidad de las propias imágenes, su vulnerabilidad para ser manipuladas, pervertidas o corruptas, éstas no constituyen una pura apariencia ante la ubicuidad subjetiva del observador, ¿dónde queda la autonomía del arte, de las ficciones inscritas visual o literariamente por los agentes humanos? ¿Es el consumo la razón de ser del arte como medio de producción integrado en la industria?

Ante la evidencia de la rapidez de las esferas de poder existentes para vampirizar cualquier movimiento contracultural, aflora la duda de si no es el método utilizado, sino la incapacidad de la cultura, hoy regulada, estandarizada y sometida a la institucionalidad, para construir alternativas. No obstante, en el contexto de nuestros tiempos, cualquier alternativa debe empezar desde la regulación cultural actual.

Imaginemos el sistema económico contemporáneo, con toda su fortaleza y mecanismos de protección, como una central nuclear operativa donde cada motor se sostiene en los diferentes poderes institucionales. El de la cultura como se ha dicho es uno de los más importantes, profundamente incrustado en el cuadro de mandos económico. Si se quiere evitar el desastre, el cambio social, por disruptivo o rebelde que sea, debe acometerse paulatinamente, con el máximo cuidado y precisión, o el sistema saltará por los aires y con él, todos nosotros.

La cultura y su valor

Asumiendo esta lentitud, la herramienta cultural tiene una tarea difícil, pero mayor capacidad de refinamiento. En ningún caso será la herramienta principal para determinar el cambio social, pero sí puede ser su brújula. La voluntad viene siempre precedida por la concienciación, trinchera donde la cultura tiene influencia decisiva. 

Dentro de este patrimonio cultural, el arte, además de ser el principal sustento anímico de la sociedad (del mismo modo que la propia sociedad es el sustento del arte y de toda disciplina humanística), tiene una labor orientativa, la de distinguir las intersecciones entre tiempos. Es el axioma visual de la memoria cultural e identitaria de las sociedades. 

La aproximación plástica de la realidad tiende siempre hacia un diagnóstico introspectivo o social. Es en el momento artístico donde nos descubrimos y nos reconocemos a nosotros mismos y al alcance más extenso de la emociones. 

La existencia del arte, por tanto, no posibilita por sí misma procesos de revolución, pero los acompaña. Es el ardiente asidero que atestigua la proyección humana en su tiempo concreto, y es por ello por lo que pese a su integración industrial, su propósito prevalece y está más vivo que nunca.

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