Entre el ridículo y el exceso nacen universos, destellos de realidad, que consiguen lo imposible: la fascinación
El cine, la mayoría de veces, es algo nimio, sin apenas importancia, pero cuando realmente sus engranajes desaparecen, llegamos a encontrar grandes momentos de eternidad. Tanto Gilliam como Coppola, del mismo modo que Lang y Orwell en sus tiempos modernos, hallaban en la utopía el fin último para llegar a su cometido. El reflejo de todo aquello que no queríamos ver.
Nuestra asfixiante realidad revestida de imaginación, como si fuera excusa para lo males del mundo antiguo. Sin embargo, ¿es acaso el triunfo de la verdad un cuento mil veces visto? Podrían pensar los más eruditos. Acaso alguna vez alguien se ha preguntado cuál es el fin de escribir una ficción. Bueno, de ser así, probablemente nadie haya dado con una respuesta, al menos que él se haya creído, pues el propósito se construye, se cimenta y se desvanece. Brazil (1985) no es más que una experiencia, Megalópolis (2024) tan solo un sueño. Hay genios que sueñan durante cuarenta años, pero nosotros lo hacemos toda la vida.
Pero si hay algo que acerca a estas dos películas en sus infinitas diferencias es la declaración directa de intenciones. Cesar abre los ojos y se aventura al abismo desde lo alto de lo más alto de su idea. Sam, entre ensoñaciones, surca los cielos de su mente hasta vislumbrar el rostro de una mujer que, sin siquiera saberlo, le cambiará la vida. Estamos dentro de la quimera, en medio del presagio de algo grande.

La percepción del ente invisible
Comida ultraprocesada, cirugías estéticas por doquier y la normalización del terrorismo, señalado como la principal causa de lo injusto. Así es como vaticinaba Gilliam a mediados de la década de los ochenta el porvenir. Los ciudadanos gobernados como insectos por la mediocridad en un mundo perfectamente cuadriculado. Por aquel entonces, un laureado Francis Ford Coppola, tras estrenar sus dos coming of age características, Rebeldes y La Ley de la calle, ambas estrenadas en 1983, tuvo la corazonada de empezar el proyecto de su vida. Algo nunca antes visto que escapara de toda lógica.
El pasado curso, tras cuarenta años de producción, Brazil volvía a nacer con los ojos del ahora. Si bien en el siglo XX, el genio se apoyaba en el futuro para dibujar nuestro presente, el padrino conformaba los cimientos de la «ciudad ideal» en base a los ideales del pasado. En la película británica los gobernantes eran invisibles, la burocracia era la máxima mandataria, aquí convivimos, e idolatramos, a los gobernantes. Observamos desde arriba a los gobernados. La Antigua Roma es la última oportunidad.
El recuerdo de varias vidas pasadas
Una memoria y el deseo, los dos únicos medios para llegar a la humanidad. En tanto que Adam Driver estaba enamorado del pensamiento que podía salvar a la ciudad que contemplaba desde sus rascacielos, el subconsciente Jonathan Pryce relaciona una extraña melodía con la belleza de su anhelada. Ambos parecen quedar atrapados en su sociedad, oprimidos sin descanso desde posiciones distintas, uno arriba y otro abajo. Pero es entonces donde surge la genialidad. El derroche imaginativo de dos creadores que hacen que sus personajes acaricien su ambición combatiendo a lo que hay delante de sus ojos. Los habitantes actúan como robots inertes, la clave reside en escapar. Y una vez más vuelven a sonar las notas del clásico de Ary Barroso. Por poner un pero a la obra magna del Gilliam, la no inclusión de la versión del gran Antonio Carlos Jobim.

1984 y ½: la herejía del futuro
Los edificios administrativos ostentan pasillos interminables y techos inalcanzables, las sombras iluminan la caras de la ciudad y las luces parecen no tener cabida. La basura llena las calles inundadas por el humo industrial. Las imágenes de la obra de Orwell parecían haber dejado de formar parte de nuestra imaginación para trasladarse a la gran pantalla. Nada más lejos de la realidad, la película en un primer momento se iba a llamar 1984 y ½, en honor a la cinta de Fellini. En realidad no deja de ser un trabajo introspectivo sobre las inquietudes fílmicas de un maestro, casi como la del italiano, cambiando el «yo» por «nosotros». Pero el porqué de Brazil es la que da sentido a la ficción, el único atisbo de misericordia entre la tragedia de lo deshumanizado.

