Pasadas las ocho de la noche del 31 de diciembre, Leonard aguarda en la salida de su domicilio cuando emerge, a lo lejos, la silueta de Michelle
Cuesta entender si quiera esta interpelación. Sobre el papel, la tragedia de Gray se desarrolla en plena natividad, pero qué es realmente una cinta navideña sino su reflejo, más allá de lo superficial. La Navidad no siempre esboza sonrisas. De hecho, nuestro protagonista parece no creer en ella. Sumido en su burbuja ni siente ni padece. Sigue mirando el reloj una y otra vez, con las maletas en el suelo. Me pregunto si hay más Navidades tristes o felices.
Poco importa, la cuestión es una mera excusa, porque la mejor película de Joaquin Phoenix ni siquiera nos habla del amor, sino de creer que amamos. En palabras de su creador, trata sobre sobre el deseo, pues «nuestro deseo está basado en la proyección», según relata. James Gray y Paul Thomas Anderson son los últimos grandes directores americanos. Ambos miraron a sus antecesores como ya lo hicieron los mismos con sus coetáneos en tanto que deconstruían el gran sueño americano. Pero, en este caso, quizás nos encontremos ante la última película antigua, donde Gray mira a Hitchcock y a Wilder, los grandes titanes, a los ojos.
Ya en la textura de la imagen se aprecia el aroma sesentera, Brooklyn parece filmada cuarenta años antes, en la Queens natal de Gray. De hecho, la razón por la que el director eligió a Phoenix fue por que, a su juicio, era el actor más parecido a Montgomery Clift, supongo que no vamos mal encaminados. No obstante, nos enfrentamos al definitivo vestigio del cine primigenio, donde desde los códigos clásicos, desde las sombras, se cuenta algo tan arcaico como la rueda y tan actual como aquello en lo que estás pensando ahora: la contrariedad para con el sentir.

Noches blancas, días negros
El clásico de Dostoyevski, adaptado con anterioridad por Bresson y Visconti, junto al film Insólita aventura de verano (1974), son la conjugación que inspiró a Gray para formar su película. Ya había mostrado sus facultades con Little Odessa (1994) y La noche es nuestra (2007), mezclando estructuras familiares con la irremediable corrupción del dinero, pero, en Two Lovers (2008), acude al perjuicio de los prejuicios y al envilecimiento de nuestras pretensiones. Rechazamos sin conocernos y conocemos por agradar.
La ruleta en la que estamos metidos todos, pero precisamente es en esos espacios donde escenifica las acciones de sus personajes. La depuración de su concepto cinematográfico llega a mostrar, en carne viva, los sentimientos de Leonard por medio de heridas, puertos o luces de discoteca. El beso prohibido es un Caravaggio dibujado en el salón de sus padres. El mayor crimen es el menor de sus problemas.

La noche deja de pertenecer a Leonard en el momento exacto en el que la luz del cuarto de Michelle ilumina su rostro mientras que se encuentra apoyado en la cama de su habitación, pegado al teléfono. Por ende, la perdida es el principal desarrollo de Two lovers, la física cuando nos enfrentamos a ella y la espiritual cuando no sabemos hallar el rumbo de nuestra vida. Perdernos, eso es lo que hacemos hasta que nos vamos. Y es coherente que todo el mundo tenga cierto rechazo por la pérdida, pero, por mal que este todo, por mucho fuego que haya en las calles, siempre volveremos a casa porque es nuestra única salida. Esperemos que no sea con un anillo bajo el brazo. Michelle todavía no ha llegado a casa, pero llegará, porque no puede ser de otra manera.
Por el vértigo saltamos al vacío
La primera vez que vi la mejor película de Gray en el cine, durante los primeros minutos, hubo un fallo de sonido desde el instante en el que Leonard se aventura al agua hasta que entra en su habitación. Me parecía una genialidad, de una radicalidad envolvente que rozaba con lo absurdo. La segunda vez que la vi, en casa, me llevé un chasco al ver que dicha secuencia en ningún momento sucedía como me la había imaginado. Para nosotros, la tragedia se sigue reproduciendo en silencio. Pero, volvamos al primer visionado. Tras quedar sin palabras con aquello, llega la famosa azotea, que sin duda es una puñalada al corazón y un ejercicio de estilo, intencionado esta vez, que me dejó sin palabras, como a Leonard, que no puede expresar lo que quiere porque, precisamente, no sabe lo quiere.
Y cuando parece que todo va a salir bien, nos tememos lo peor. Leonard queda con los billetes en la mano, rodeado de un tono verdoso mientras se aproxima a su sentencia con una sonrisa incrédula. Michelle, como si de Judy Barton se tratara, emerge de entre las sombras con la misma sonrisa de Leonard. Y, finalmente, feliz año. Volvemos de donde venimos, en casa, un año más, celebrando. Navideña o no, Two lovers es un ejercicio filosófico de muchas vidas, para empezar, la nuestra.

