En la turbulenta adolescencia de sus personajes, Charles Burns retrata el cine como espejo de la mente
Charles Burns ha sido, desde Black Hole, un gran cronista visual de la alienación adolescente. Reservoir Books ha recopilado su trilogía Laberintos en la edición Omnibus para poder disfrutarla del tirón.
En esta obra el autor profundiza en los mecanismos del escapismo, la culpa y la desintegración de la identidad. A través de su estilo gráfico inconfundible y un relato que se mueve entre lo onírico y lo cinematográfico, Burns construye una historia que funciona tanto como espejo psicológico de sus personajes como una reflexión sobre el poder y los límites de la imaginación.
El cómic alterna el punto de vista entre Brian y Laurie, dos adolescentes unidos por la fascinación, el deseo y la confusión. Esta estructura dual permite explorar los mismos hechos desde perspectivas emocionales distintas: la obsesión de Brian y el desconcierto de Laurie. Burns presenta a Brian como un joven brillante pero inestable, alguien que se refugia en el cine para huir de una realidad incómoda. Su madre, consumida por el alcohol, encarna un escapismo paralelo, un eco adulto del mismo impulso que mueve a su hijo.

El lector descubre pronto que Brian no solo huye, sino que reconstruye su mundo a través de la ficción. El cine, especialmente el de serie B, se convierte en su santuario mental. Burns cita e integra con maestría referencias como La invasión de los ladrones de cuerpos, película que sirve de metáfora para la pérdida de identidad y la invasión de lo extraño dentro de lo cotidiano. En este sentido, la obsesión de Brian con las películas no es mero tributo nostálgico, sino un vehículo para comprender su fragmentación interna.
La oscuridad y el regreso
Uno de los momentos más reveladores del cómic aparece durante el tercer tomo cuando Brian reflexiona, en pleno sueño ebrio, sobre los finales: “Es como ir al cine… Te sientas en la oscuridad y logras escapar durante unas horas… Pero, al final, salen los créditos y se encienden las luces y te toca volver a casa.” Esa frase resume la estructura emocional del libro, la tensión entre la oscuridad protectora de la fantasía y la luz despiadada de la realidad. Burns utiliza el cine no solo como motivo temático, sino como lenguaje visual, la historia se organiza en “planos”, transiciones y encuadres que remiten directamente a la gramática cinematográfica.
“Es como ir al cine… Te sientas en la oscuridad y logras escapar durante unas horas… Pero, al final, salen los créditos y se encienden las luces y te toca volver a casa. Esa es siempre la peor parte… volver a casa.”
Laurie, por su parte, representa el otro lado del espejo. Es vista por Brian como musa, como figura idealizada, pero la narración nos permite sentir su incomodidad ante ese papel impuesto. Ella no es consciente de ser el objeto de una obsesión, pero percibe la asimetría emocional que los separa. Burns no necesita grandes diálogos para expresar esto, basta con la rigidez de las posturas, los silencios y las miradas incómodas. Su trazo convierte los gestos más mínimos en portadores de enorme tensión psicológica.
El dibujo de Burns mantiene su estilo característico, con líneas limpias, y un detallismo casi clínico. Pero en Laberintos hay una experimentación adicional con el color y la textura. Las secuencias oníricas o de película adoptan tonos más saturados o artificiosos, marcando la frontera entre el mundo real y el imaginado. Esa alternancia visual refuerza la idea de dualidad y desdoblamiento que atraviesa toda la obra. Cada viñeta está construida con una precisión casi quirúrgica, pero también con un sentido de incomodidad, como si el lector habitara un espacio ligeramente fuera de foco.
Entre sueños y pasillos mentales
El título Laberintos no es casual. Burns construye una narrativa donde cada recuerdo, sueño o película funciona como un pasillo que conduce a otro, sin una salida clara. El lector se pierde junto a los personajes en una red de símbolos y referencias cruzadas: el cuerpo, la enfermedad, el deseo, la máscara. El laberinto no es solo psicológico, sino también narrativo, la historia se fragmenta y recombina, reflejando la imposibilidad de alcanzar una verdad única. En esto se percibe la influencia de autores como David Lynch o William Burroughs, cuyas obras también cuestionan la linealidad y la coherencia de la experiencia.
El personaje de Brian, con su medicación pasada y su tendencia a “ponerse rarito”, según advierte su amigo Jimmy, puede leerse como una figura que encarna la lucha entre creatividad y patología. Burns nunca ofrece una explicación clínica o moral; su interés reside en el territorio ambiguo donde la sensibilidad artística roza la obsesión destructiva. En este sentido, el cómic también habla de la adolescencia como un estado de intensidad extrema, donde las emociones son experimentadas por primera vez y todo adquiere una dimensión absoluta.
«Brian es un tío muy de puta madre… muy listo y muy creativo… pero ándate con cuidado… a veces se pone rarito»
Esa advertencia resume la fragilidad de Brian: su talento y su desequilibrio forman parte de la misma energía creativa. Burns lo retrata como un joven atrapado entre la lucidez y el colapso, incapaz de separar su vida emocional de las historias que inventa. El cómic sugiere que su mente funciona como una sala de proyección donde el amor, el miedo y la memoria se mezclan en una secuencia interminable. En ese sentido, Brian no solo es el protagonista, sino también el propio laberinto. Es un espacio donde el arte y la enfermedad se confunden hasta volverse indistinguibles.
La musa y el creador
La relación entre Brian y Laurie funciona como el eje emocional del relato, pero también como un espejo distorsionado del propio acto creativo. Brian transforma a Laurie en imagen, en personaje, en símbolo, y al hacerlo la despoja de su autonomía. Burns parece preguntarse hasta qué punto el artista explota a su musa, o si toda creación implica necesariamente una forma de manipulación. El cine dentro del cómic, esa película que Brian intenta rodar con Laurie como protagonista, se convierte en una metáfora de la propia obra de Burns, que también juega con las fronteras entre realidad, memoria y representación.
Visualmente, Laberintos es una historia impactante que remite tanto a los grabados de los años 50 como al cine de terror clásico. Cada sombra parece contener una amenaza latente, cada rostro una grieta interior. Pero más allá del virtuosismo técnico, lo que impresiona es la coherencia entre forma y contenido, la rigidez del trazo refleja la rigidez emocional de los personajes, el contraste extremo de luces y sombras se convierte en metáfora del conflicto entre el deseo y la culpa.

En cuanto a influencias, además del cine de ciencia ficción de los años 50, Burns bebe del surrealismo y del cómic underground norteamericano. Su narrativa recuerda a artistas como Robert Crumb, pero depurada de ironía y llevada hacia un terreno más psicológico y simbólico. También hay ecos de de la literatura del absurdo, en esa sensación de que los personajes habitan un mundo donde las reglas cambian sin aviso y donde cada intento de escapar los conduce más hondo en el laberinto.
La memoria como laberinto final
El Omnibus de Laberintos no solo reúne una historia, sino que amplifica su lectura al permitir observar la evolución visual y temática a lo largo de los tres volúmenes. Lo que comienza como un relato de adolescentes confundidos se convierte en una exploración de la identidad, el arte y la memoria. Burns demuestra que el cómic puede ser tan complejo y emocionalmente denso como cualquier novela o película de autor. Su dominio del ritmo, del encuadre y de la tensión visual atrapan al lector.
En última instancia, Laberintos es una obra sobre los peligros y las promesas de la imaginación. Brian busca refugio en sus películas, pero ese refugio se convierte en prisión. Laurie intenta entenderlo, pero acaba arrastrada por su visión distorsionada del mundo. Burns nos recuerda que toda escapatoria tiene un precio, y que la luz que se enciende al final de la película, esa vuelta a casa inevitable, es a veces más aterradora que cualquier monstruo de celuloide. Su cómic, hipnótico y perturbador, nos deja atrapados en ese mismo laberinto del que ya no queremos salir.

