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La otra electrónica

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Uri Bleier, autor de ‘Esta cuerpa mía’: «La ternura no es condescendencia: no te pone por encima del otro, te iguala»

Uri Bleier no necesitó inventar una historia desde cero: la calle, la música y las cuerpas disidentes ya hablaban. Esta cuerpa mía, su primera novela, nació como un ejercicio de escucha profunda, de borrarse como autor para permitir que una voz —la de Mónica, una mujer trans atravesada por la marginalidad, la fiesta y la supervivencia— se desplegara con toda su potencia.

Alguien que habla desde la calle

«La idea de Esta cuerpa mía nació en dos partes», explica Bleier. Por un lado, el deseo de crear un narrador que dialogara con las genealogías queer y literarias que lo habían marcado: Pedro Lemebel, Luis Zapata, Copi, Manuel Puig, Camila Sosa Villada. «Quería generar una voz muy queer, que se apegara a la oralidad, a la calle, a esa poesía que está en el habla cotidiana mariconada, con música y desparpajo», dice.

Por otro lado, entendió que la historia que quería contar —la de una mujer trans— no podía surgir solo de la imaginación. “No se podía narrar desde el imaginario colectivo. Necesitaba acercarme a una experiencia real para no cometer errores, para narrar desde una mayor responsabilidad”. Fue entonces cuando conoció a Kassandra Guazo, una mujer trans, trabajadora sexual en México. Comenzaron una serie de entrevistas donde, poco a poco, la historia de Casandra fue tomando forma como columna vertebral de la novela. “La voz que había construido se acuerpó en la historia de Kassandra, y a partir de ahí empecé a ficcionar. Me sentí más libre porque estaba trabajando con algo más real, con un material más cercano a la experiencia”.

Desaparecer para que hable otra

Habitar la voz y el cuerpo de una mujer trans no fue solo un reto técnico para Uri Bleier. Fue, sobre todo, un ejercicio de desaprendizaje. Kassandra le contó una escena difícil de imaginar desde la mirada de quien no ha vivido ciertas realidades. Una joven, hermana de una amiga suya, había cumplido quince años, pero la familia no había podido hacerle la fiesta por falta de dinero. La niña enfermó y murió. En el velorio, le pidieron a Kassandra que la maquillara y peinara como si la celebración aún fuera posible. Le compraron un vestido de quinceañera y, con el féretro en la calle, organizaron una fiesta que duró cuatro días.

Las preguntas que surgieron en la cabeza de Uri fueron inmediatas, pero ajenas: “¿Eso se puede hacer? ¿La policía no dice nada? ¿No huele un cuerpo después de cuatro días?”. Entonces entendió que esas dudas no pertenecían a la historia que se le estaba confiando, sino a su propia mirada —la del autor, la del observador curioso, la del que no pertenece del todo.

“Ella me estaba entregando una verdad y yo la estaba cuestionando con preguntas que solo satisfacían mi curiosidad”, dice Bleier. Y fue ahí cuando supo que, para que la novela tuviera sentido, él debía desaparecer. Que no se trataba de su mirada sobre esa historia, sino de dejar que la historia hablara por sí sola. “Fue un proceso en el que Uri se fue suprimiendo poco a poco”, explica. No para desaparecer como autor, sino para no condicionar la voz que estaba emergiendo. Para que no fuera su curiosidad la que dictara el rumbo del relato, sino la propia deriva de la experiencia narrada.

Cuerpo y lenguaje: las dos herramientas para habitar el mundo

La escritura de Esta cuerpa mía no solo permitió a Bleier contar una historia, sino también descubrir, casi sin proponérselo, una verdad esencial: que nuestras vidas están mediadas por dos grandes herramientas —el cuerpo y el lenguaje—, y que la forma en que se relacionan entre sí determina, en buena medida, cómo habitamos el mundo.

«Es por ahí por donde vamos a sufrir, es por ahí por donde vamos a gozar», dice. Es una observación que atraviesa toda la novela: las emociones no están disociadas de la carne, del gesto, del movimiento, del tacto. Sin embargo, en el día a día, Bleier nota que solemos vivir como si estuviéramos «detrás de nuestros ojos», experimentando el mundo desde una conciencia mental, separada de lo físico. «No sentimos que habitamos un cuerpo. Creemos que es el yo el que actúa, el que habla. Pero para los demás, antes que un yo, somos un cuerpo».

Esa tensión entre lo que creemos ser y lo que el mundo ve se vuelve especialmente relevante en el caso de Mónica, pero también le sirvió al propio autor para interrogar su relación personal con el cuerpo, y notar cómo cambia esa relación dependiendo del contexto geográfico y cultural. Alguien le hizo notar, tras la publicación de la novela, que el cuerpo que emerge de sus páginas es un cuerpo «muy caribeño». Y ese comentario le iluminó una verdad más profunda: que no hay una relación única con el cuerpo. «La relación corporal de las personas en Cuba o en el Caribe es muy diferente a la que tenemos en México», explica. La forma de moverse, de bailar, de estar en el espacio, incluso de mirarse al espejo, está mediada por el entorno cultural. «La mirada sobre tu cuerpo cambia según el lugar en el que estás», reflexiona. Es una verdad que se filtró en el libro casi sin buscarla, como suelen hacerlo los hallazgos más importantes.

“Cuerpa”: una decisión política y poética

En ese contexto, el uso del término cuerpa no fue un accidente ni una moda. Fue, según Bleier, «la única decisión que me parecía realmente importante tomar». Entiende que no todas las personas habitan el cuerpo del mismo modo. «La relación que tiene un hombre con su cuerpo no es la misma que tiene una mujer. Y la de una mujer trans es todavía otra cosa», explica. Esa cuerpa, en particular, debe construirse desde complejidades que no todo el mundo comparte ni comprende. Nombrarla así, con ese giro lingüístico que se ha convertido en bandera de los feminismos y de las luchas queer, fue una forma de visibilizar esas capas de dificultad, de deseo, de conquista.

Para Bleier, el lenguaje tiene una fuerza política inmensa. «Es la verdadera democracia. Todos hacemos lenguaje mientras hablamos. No puede imponerse desde arriba, por mucho que se intente». Cree, además, que introducir palabras como cuerpa en la vida cotidiana —siempre que suene natural, nunca impostado— puede ayudar a moldear nuevas sensibilidades. «El lenguaje pone foco en lugares donde antes no lo había», afirma. «Y eso va transformando a la sociedad». Así, cuerpa no es solo una forma de nombrar un cuerpo: es una herramienta de resistencia, un gesto de afirmación, un territorio simbólico que se defiende desde el habla, desde la narrativa, desde la escritura misma.

De la voz a la cuerpa: el ritual de encarnar a Mónica

Encontrar la voz de Mónica no fue un proceso inmediato, pero Uri Bleier tenía claridad sobre lo que buscaba. Quería una voz que habitara el mundo con intensidad, desparpajo, emoción, humor. Una voz que pudiera hablar desde la herida sin volverse víctima; desde el deseo sin pedir permiso; desde la calle sin exotizarla. Para lograrlo, se entregó a un ritual diario que lo conectaba con esa cuerpa que aún no existía del todo, pero que ya comenzaba a respirarle dentro.

«Lo que hice fue generar una especie de playlist que me transportara a las sensaciones de esa cuerpa y esa voz», cuenta. Música como método. Cumbia, salsa, bachata. Sonidos guapachosos que no pasan por la razón sino que entran directo al cuerpo, lo mueven, lo predisponen. En esa selección sonora había canciones de Galy Galiano, de Frankie Ruiz, de esa tradición salsera que cuenta historias, que hace del drama algo bailable y del dolor una narrativa coral. «Es música que no pertenece a la alta cultura, pero que te instala en una sensación. Y escribir también es eso: transmitir sensaciones».

Además de la música, Bleier elaboró un glosario con palabras y expresiones que leía cada mañana antes de escribir. Lo acompañaban también reels y videos guardados en una carpeta de Instagram: retazos visuales de esa realidad que quería narrar, imágenes que le permitían interiorizar el tono, la estética, la forma de estar en el mundo de sus personajes. «Era como descargarme esa voz. Me ponía los audífonos, me metía en esa vibración, y entonces empezaba a escribir».

La voz de Mónica se volvió algo más que una entonación o un estilo. Se convirtió en cuerpo. Y esa cuerpa, en su materialidad narrativa, emergió del cruce entre la palabra y la experiencia: «La cuerpa fue surgiendo a partir de las entrevistas. Tenía una voz, una experiencia vivida, y esa voz fue tomando cuerpa en la escritura».

Vivir en los márgenes: la cartografía de la exclusión

Ubicar la historia en Tijuana no fue una elección gratuita. Kassandra Guazo, la mujer trans cuya vida inspiró buena parte de la novela, vivió allí durante un tiempo. Pero más allá de lo biográfico, Bleier descubrió que había en Tijuana una metáfora profunda: la de la frontera como espacio político y simbólico.

«La frontera marca claramente qué cuerpos pueden estar de qué lado, y cuáles no. Los gringos pueden bajar a México a consumir cuerpos —porque eso es lo que hacen— pero los mexicanos no pueden cruzar. Y lo mismo pasa con las personas trans o racializadas: no pueden habitar cualquier espacio. La sociedad les dice: tú vas ahí».

Tijuana, entonces, no solo es el escenario de la novela. Es un personaje más. Un cuerpo geográfico que funciona como reflejo de las exclusiones sociales. Una ciudad donde hay dinero, drogas, peligro y deseo. Donde el consumo de cuerpos va acompañado del consumo de alcohol, de estupefacientes, de vidas. Y dentro de Tijuana, aparece «la Jungla»: ese espacio todavía más marginal, todavía más invisible, donde Mónica acaba después de perder los pocos resguardos que tenía. «Cuando tratas a los escenarios como personajes, transmiten ideas y sensaciones que no se logran si los tratas solo como escenografía», explica Bleier. «La Jungla no es solo un lugar: es una manera de estar en el mundo».

También están las calles divididas. En una, trabajan las mujeres trans que pasan por cisgénero; en la otra, las que no. Es la sociedad —el sistema, los otros— quien marca los límites, quien construye «corrales» donde cada quien debe ir. «Eso también es parte de la novela. Mostrar cómo se nos ubica, cómo se nos encierra».

Felicidad como venganza, lenguaje como herramienta

Cuando Uri Bleier habla de qué quiso visibilizar en Esta cuerpa mía, no se detiene en cifras ni en diagnósticos sociológicos. Lo que le interesa —lo que lo sigue dejando embelesado— es algo mucho más complejo y, a la vez, profundamente humano: la capacidad que tienen muchas mujeres trans, especialmente trabajadoras sexuales, de habitar el mundo con una fuerza luminosa que desarma.

«Ser feliz es nuestra venganza», le dijo una de ellas. Y esa frase se convirtió en brújula. «Me impacta cómo, después de haber vivido cosas durísimas, utilizan la sonrisa como un arma y el lenguaje como herramienta», confiesa. Esa idea, tan simple como radical, atraviesa toda la novela. No es una historia contada desde el drama, sino desde la resiliencia. Desde el goce. Desde la posibilidad de reconstruirse con belleza, incluso cuando todo lo demás se ha roto.

Por eso Bleier decidió narrarla en primera persona. Porque sabía que, si no lo hacía así, la historia se leería desde el lugar habitual: el de la compasión pasiva, el «pobrecita», el drama sin salida. «Contada de otra forma, solo quedaría el lamento. Pero narrada así, se atraviesan con ella tanto las caídas como las subidas. Ves cómo se recompone, cómo encuentra belleza en lo cotidiano».

En ese proceso, como sociedad —dice— tenemos mucho que aprender. «Son experiencias que idealmente no deberían existir. Pero ya que existen, hay en ellas una sabiduría enorme. Porque todos sufrimos cosas, pero no todos sabemos cómo atravesarlas con dignidad, con lenguaje, con alegría».

¿Literatura trans o corralitos editoriales?

Cuando se le pregunta cómo se relaciona con la etiqueta de «literatura trans» o «literatura LGBT», Bleier se muestra ambivalente. Por un lado, reconoce el valor político de esas categorías; por otro, teme sus efectos restrictivos. «A los libros les hacemos lo mismo que a las personas: los metemos en corralitos. Si escribiste sobre lo trans, te toca esa estantería. Y ahí te quedas».

Reconoce que esas etiquetas pueden ayudar a ciertos lectores a encontrar historias necesarias, pero también siente el miedo —muy personal, muy íntimo— de que eso limite los espacios habitables del libro. «Es un miedo que viene de haber sufrido maltrato por salir del clóset, por ser quien uno es», dice con honestidad.

Bleier no niega la importancia de la representación. Al contrario: cree que es fundamental. Pero sueña con un futuro en el que no haya que señalar, etiquetar ni justificar una historia para que sea válida. «Ojalá caminemos hacia un mundo donde eso ya no sea necesario. Pero mientras tanto, vivimos aquí».

Identidad, etiquetas y los límites del lenguaje

“No estoy seguro de cómo se construye la identidad. Tengo la intuición de que elegimos palabras para nombrar nuestra identidad, y al hacerlo, pareciera que ganamos libertad. Pero en realidad, nos terminamos condicionando”. Nombrarse algo —trans, travesti, gay, heterosexual— trae consigo un «paquete de instrucciones», dice. Una forma de habitar el mundo que ya no puede romperse sin consecuencias. «Si dices que eres heterosexual, por ejemplo, entonces ya no puedes explorar otras experiencias sin traicionar esa etiqueta. Te limita. Y con la identidad pasa lo mismo».

La sexualidad, afirma, es un espectro. Pero la forma en que la nombramos la convierte en algo binario, fijo, ordenado. Y eso —aunque nos dé cierta seguridad— también nos empobrece. «Ser algo, ser una cosa, te impide ser muchas otras». Ese dilema se vuelve aún más visible cuando se piensa en términos como trans o travesti. Aunque puedan parecer equivalentes desde afuera, representan realidades distintas. «No es lo mismo decir ‘soy trans’ que ‘soy travesti’. Aunque la experiencia pueda parecer similar, la identidad modifica la experiencia. Cambia el lugar desde donde te ves».

Para Bleier, la identidad no es un punto de llegada, sino un proceso abierto, un continuo en movimiento. «No hay una forma única de entenderlo. Pero lo que sí creo es que está muy marcado por las palabras que elegimos».

Somos nuestra cuerpa: contra la separación entre alma, mente y carne

Cuando se le pregunta si hay una esencia más allá del cuerpo o si, por el contrario, somos nuestra cuerpa, Uri Bleier no duda: «Somos nuestra cuerpa». Y lo dice no solo como declaración filosófica, sino como postura ética, como fundamento narrativo y vital. «En la medida en que entendamos que alma y cuerpo son lo mismo, que no son cosas separadas, quizás podamos cambiar nuestra manera de ver el mundo y de vernos a nosotros mismos».

Para Bleier, la dualidad mente-cuerpo no solo está obsoleta, sino que también es dañina. Provoca una ruptura interior que nos impide habitar lo que somos con plenitud. «A veces sentimos que el cuerpo no nos sigue, que no tiene la energía, y entonces aparece una distancia con uno mismo. Como si estuviéramos atrapados en un cuerpo que no es nuestro aliado».

Esa disociación se acentúa con el paso de los años, dice, cuando la mente aún se siente joven y el cuerpo comienza a mostrar sus límites. Pero más allá del envejecimiento, lo que le parece preocupante es que sigamos concibiendo lo mental y lo físico como dimensiones distintas. «Las enfermedades mentales son enfermedades del cuerpo. Pero no lo entendemos así. Seguimos separando”. No tiene respuestas definitivas —»tampoco sé bien cómo se integra todo», admite—, pero está convencido de que la clave está en dejar de fragmentar. «Mente, cuerpo, alma… todo eso es lo mismo. Y la forma en que lo nombramos influye profundamente en cómo lo vivimos».

El lenguaje del dolor, el poder de no ser solo víctima

Sobre el dolor y su relación con la identidad, Bleier ofrece una reflexión potente: no es el dolor en sí lo que nos transforma, sino lo que hacemos con lo que nos atraviesa. «El dolor es inevitable, pero el sufrimiento puede ser elegido», recuerda, citando a un filósofo cuyo nombre se le escapa. Y aunque esa distinción le parece útil, también reconoce que muchas veces no es tan sencilla: el sufrimiento no es siempre una opción.

Lo que sí le interesa, y mucho, es cómo el lenguaje puede modificar nuestra relación con el dolor. «Ser víctima es una forma de habitar el lenguaje. Y es absolutamente válido. Pero también puede ser un espacio que limite nuestra capacidad de movernos, de reconstruirnos». Bleier no cuestiona el valor de nombrarse como víctima. Al contrario: lo respeta profundamente. Pero señala que, en muchos casos, no instalarse en ese lugar puede ser una forma de sobrevivir. «Creo que eso es lo que hacen muchas mujeres trans trabajadoras sexuales: han sufrido tanto que eligen la felicidad como campo de venganza».

A eso se suma otro elemento inquietante: la figura de la «buena víctima». Esa que actúa como se espera. Que llora, que sufre públicamente, que sigue un manual invisible para ser creída. «Y si no encajas ahí, entonces no te creen. Como si hubiera una sola forma legítima de procesar el dolor», dice con claridad. «¿Qué pasa con quienes no responden como dicta el protocolo? ¿Dejan de ser víctimas?». Para Bleier, lo importante no es cómo nos ven, sino cómo nos construimos a partir de lo que nos sucede. «Habitar otro espacio —uno más allá del guion de la víctima— puede salvarte. No es una cuestión moral. No es mejor ni peor. Es una actitud. Una forma de situarse en el mundo».

El saber de los márgenes

Mónica, la protagonista de Esta cuerpa mía, no solo se sale de la norma: encarna lo otro, lo que está fuera, lo que incomoda, lo que no entra fácilmente en las categorías. Y para Uri Bleier, ese lugar no es un déficit, sino una fuente. «Los márgenes siempre están alterando los centros. Son los que hidratan a las identidades normadas, a los cuerpos domesticados”.

Lo explica con una imagen hermosa: «De los márgenes se bebe agua. Ahí están los ríos, el mar. Es el lugar que le da vida al centro. Si no, el centro sería un desierto aburrido». En los márgenes se inventa, se improvisa, se desborda. Las nuevas masculinidades, por ejemplo, muchas veces son cuerpos normados que han bebido de esas periferias. «Se hidratan con lo que viene de fuera de la norma», afirma. Y en ese flujo —a veces clandestino, a veces inconsciente— se produce la transformación cultural.

Lo marginal, entonces, no es un margen de error: es un margen de creación, de pensamiento, de renovación. Un espacio filosófico que desafía al centro, que lo pone en crisis, que lo obliga a repensarse.

La ternura como revolución radical

Bleier propone la ternura como una forma de rebelión. En el epígrafe de la novela cita a la artista trans Sushi Shock, quien también defiende la ternura como clave de resistencia. «Para mí es una forma radical de mirar la vida y de mirar al otro», dice. Y lo lleva incluso más lejos: «La ternura no es condescendencia. No te pone por encima del otro. Te iguala». Frente a una cultura que valora la dureza, la ironía, la distancia emocional, la ternura aparece como una opción subversiva, amorosa y potente.

De hecho, confiesa que incluso figuras como Donald Trump o Elon Musk, en lo más íntimo, le provocan ternura. «Sé que suena raro —admite—, pero hay algo que me genera compasión. Pobres personas que no saben habitar el mundo de otra manera, que no pueden estar tranquilos ni con todo el poder y el dinero que tienen». No se trata de justificar ni de exculpar. Se trata de mirar con otros ojos. De entender que hay vidas que no saben sentir, que no pueden detenerse, que están atrapadas en la velocidad y el vacío. «Yo no soy creyente —dice—, pero a veces me gusta pensar que Dios no es tan tonto, que da y quita. Y cuando veo a esa gente desde afuera, pienso: pobrecitos».

Frente a la rabia —que también considera digna y necesaria—, la ternura le ha permitido caminar desde otro lugar. Le ha dado una mirada más abierta, más compasiva. Y quizás, también, más revolucionaria.

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