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‘Humus’, de Gaspard Koenig: filosofía del colapso, política del subsuelo

Humus (Seix Barral, 2025) la novela del filósofo y escritor francés Gaspard Koenig, es una inmersión radical en la tierra —literal y simbólicamente— a través de las vidas paralelas de Arthur y Kevin, dos hombres que emprenden caminos diametralmente opuestos hacia un mismo objetivo: regenerar el suelo, salvar el planeta. Aquí, ofrecemos cuatro claves para poder entender la novela.

Arthur, un joven bohemio parisino hastiado del sistema, huye al campo normando junto con su compañera Anne para rehabilitar una granja abandonada de su abuelo. Su visión es vivir según los preceptos de la agroecología regenerativa, sin más energía que la humana, sin pesticidas ni motores. En contraste, Kevin, un chico humilde convertido en empresario y apoyado por capitalistas de Silicon Valley, desarrolla un modelo de compostaje a gran escala, basado en lombrices y alta tecnología. Su visión es hacer rentable la restauración del suelo, con fábricas automatizadas y algoritmos que optimizan la descomposición de residuos.

Sus vidas se entrelazaron una vez cuando fueron compañeros de clase y compartían un fulgor por el planeta, la tierra, y las lombrices. Con el tiempo, ellos dos se separan, pero no dejan de pensarse: ya sea de una forma anecdótica o rozando la enemistad. Kevin no aprueba el modelo de vida de Arthur, y este considera que Kevin es un esclavo del sistema capitalista. Sin embargo, Koenig, a través del desgaste, escribe una historia que va más allá de la separación de dos amigos (si se les puede llamar así), y también se aleja mucho de una novela que romantiza (o culpabiliza) al ecologismo. Humus trata de la tierra, del barro, del ‘polvo eres y en polvo te convertirás’. La naturaleza humana es finita, la Tierra cada vez nos acompaña más hacia la fatalidad.

I: Directo a la tierra: fórmula para preparar un buen terreno de cultivo

La estructura del libro sigue una misma lógica. Alternando los capítulos de Arthur y Kevin, Koenig construye una simetría que conduce a la confrontación. Cada capítulo funciona como una capa de compost: residuos de ideas, acciones, recuerdos y contradicciones que se van acumulando. No hay una progresión lineal, sino una fermentación narrativa. Y al final, lo que brota no es una flor, sino un abismo.

Koenig no escribe para aquel que busca escapismo. No hay redención, ni catarsis, ni moraleja. El conflicto no se resuelve: se descompone, como la materia orgánica en los campos que describe. Humus no solo habla del suelo: es suelo. Está escrito con la paciencia de quien observa la vida lenta, los procesos invisibles, las dinámicas sin espectáculo. Es una novela que exige ser leída con los dedos sucios y el cuerpo atento, que obliga a desacelerar, a mirar abajo, a aceptar la podredumbre como parte de lo vivo. El libro ensucia, deja residuos, se queda en el cuerpo, con incomodidad, como si fuese una semilla enterrada que espera su momento.

II: Palabra madre, suelo común

El título de la novela no es arbitrario: Humus no es solo el escenario donde todo ocurre, sino también su metáfora fundamental. En latín, «humus« significa literalmente «tierra» o «suelo». Es el estrato fértil que permite el crecimiento de la vida, pero también el resultado de la descomposición de lo que una vez estuvo vivo. El humus es simultáneamente origen y destino: allí donde nacemos, y a donde regresamos.

Etimológicamente, «humus» es una raíz madre. De ella derivan palabras tan dispares y reveladoras como humanohumildad o inhumar. Ser humano, desde esta perspectiva, es ser del suelo, ser bajo, ser capaz de volver a la tierra. La humildad no es otra cosa que recordar nuestra procedencia material.inhumar, literalmente, es devolver al humus lo que la vida tomó prestado.

En la novela, Gaspard Koenig utiliza esta polisemia con gran insistencia. La novela se sitúa así en una tensión semántica: entre el humus como lugar de retorno —espiritual, ecológico, político— y el humus como residuo mercantilizable. Entre la tierra como origen compartido y la tierra como superficie explotable.

Quizás ese sea el mensaje más sutil, pero más potente de Koenig: volver al humus tambien es una cuestión lingüística, ética y ontológica. Significa recordar que venimos de lo bajo, de lo sucio, de lo orgánico. Y que el futuro —si es que existe alguno— no será una ascensión brillante, sino una humilde y radical reconciliación con lo que ya está debajo de nuestros pies.

III: El suicidio, la contemplación de la muerte, el miedo a seguir dañando aún sin estar aquí

En Humus, hay una dimensión existencial que se cierne sobre Arthur y Kevin: la desesperanza ante un planeta degradado más allá de toda reparación. En Arthur, esto se convierte en obsesión casi teológica: su retiro es una forma de penitencia, «ser uno con la tierra», dice, pero en realidad lo que busca es disolverse en ella. Una pulsión de muerte bajo la apariencia de una búsqueda espiritual.

Este fenómeno no es exclusivo de la ficción. En los últimos años, el término «ecoansiedad» se ha popularizado en momentos en los que vemos cómo el cambio climático afecta a la salud del planeta. Algunos lo llaman desesperación ecológica; otros, duelo anticipado. Sin embargo, Gaspard Koenig va más allá: Arthur sabe que el mundo ha cruzado un umbral irreversible, y que cualquier esfuerzo por remediarlo puede no ser más que un gesto simbólico. A lo largo de Humus, la comunión de Arthur con la tierra va ascendiendo en radicalidad. Lo que comienza como un experimento agroecológico deriva en un retiro ontológico, en un ‘Walden’ extremo. Arthur renuncia al conforto, al lenguaje, a la compañía, e incluso comienza a considerar la posibilidad de quitarse la vida.

Lo más inquietante, sin embargo, no es que Arthur contemple el suicidio –que lo hace con una serenidad filosófica–, sino cómo lo contempla. Arthur rechaza todas las opciones que puedan dañar el entorno, le angustia la idea de que incluso en su muerte pueda seguir siendo un agente tóxico para el ecosistema. Se pregunta, incluso, si su cuerpo tiene derecho a ocupar espacio, degradarse, a dejar residuos.

Y es que, según el CSIC, un cuerpo humano emite unos 27 kilos de dióxido de carbono cuando es quemado. Este CO2 liberado contribuye al efecto invernadero y al cambio climático, dos factores que Arthur quería evitar a todo riesgo: ama tanto la tierra que no quiere contaminarla con su último aliento Ni siquiera una vez fallecidos dejamos de dañar al entorno. Morir debe ser tan limpio como vivir, pero la muerte puede ser altamente nociva para el medio ambiente.

Kevin, su contrapunto narrativo, representa una mirada completamente distinta: su relación con la tierra es mediada por el algoritmo, la eficiencia, la lógica productiva. Su visión del mundo es instrumental, técnica, cuantificable. Y sin embargo, el sistema que encarna Kevin tampoco ofrece salvación. Ni en la comunión simbiótica de Arthur ni en la optimización extractiva de Kevin hay salida. Ambos sistemas son cerrados, inflexibles, incapaces de adaptarse a la realidad compleja y contradictoria del mundo viviente.

Allí radica uno de los mayores logros de Koenig: Humus no es una fábula ecológica ni una utopía agraria, es un drama filosófico sobre dos modos de vida incompatibles con la vida misma. La tierra no se regenera por fe ni por ciencia. El problema es ontológico: nuestra forma de estar en el mundo. Y sin embargo, la novela no es nihilista. Aunque destila desesperanza, no es una apología del abandono. Más bien, Humus muestra el agotamiento de nuestras narrativas redentoras, tanto tecnológicas como espirituales.

IV: Capitalismo VS. Utopía: Kevin y Arthur son sistemas enfrentados

Koenig dibuja en Veritas, la empresa de Kevin, la figura del «ecocapitalista», ese nuevo actor de Silicon Valley que quiere salvar el mundo sin renunciar a los beneficios. Kevin no es un villano; de hecho, es posiblemente el personaje más eficaz del libro. Su empresa se expande, sus lombrices trabajan, sus suelos se regeneran… pero Veritas también compra votos, impone contratos abusivos y explota zonas rurales como si fueran minas de carbono positivo. Arthur, en cambio, desprecia cualquier forma de transacción. Cree que la regeneración del planeta no puede comprarse ni industrializarse. Quiere volver al tiempo de los ciclos naturales, sin relojes ni balances contables. Su sistema es bello, pero profundamente ineficaz. Sus campos producen poco, sus vecinos desconfían, y su aislamiento se convierte en fracaso.

El capitalismo, incluso en su versión “verde”, sigue siendo un sistema que opera por acumulación, expansión y rentabilidad. Puede vender compost, créditos de carbono o lombrices regeneradoras, pero no puede dejar de contaminar, porque su motor no es la vida, sino el crecimiento. Convierte la reparación en negocio y el desastre en oportunidad de inversión. En Humus, Kevin encarna a la perfección esta contradicción: su solución al problema climático es, en el fondo, una nueva forma de explotación.

Incluso los productos que supuestamente “no contaminan” son resultado de procesos que sí lo hacen: servidores que consumen energía, embalajes que terminan en vertederos, patentes que bloquean el conocimiento común. La economía verde no rompe con el modelo extractivista; simplemente lo maquilla con una pátina de responsabilidad ambiental. Estamos atrapados en un ciclo vicioso: cada innovación “limpia” necesita de recursos sucios para materializarse. Cada mejora técnica genera nuevas externalidades. Cada solución de mercado produce nuevas formas de desigualdad.

Tomemos como ejemplo las populares bolsas de algodón o lona, vendidas como alternativa ecológica frente al plástico. A simple vista parecen la elección ética, pero su huella ambiental es colosal: para producir una sola bolsa de este tipo se emiten hasta 272 kilogramos de dióxido de carbono, se utilizan enormes cantidades de agua y se contaminan los suelos debido al uso intensivo de pesticidas y fertilizantes. Para que una sola de esas bolsas compense su impacto ecológico, debería ser usada más de 7.000 veces. De modo que si ya se posee una, lo verdaderamente ecológico no es seguir comprando más bajo la ilusión de la sostenibilidad, sino resistir las modas y extender su vida útil al máximo.

Koenig lo sugiere sin panfletos: en el mundo de Kevin, hasta la lombriz es un activo financiero. El suelo, ese humus que debería ser comunal, se convierte en commodity. La vida se cuantifica en gigabytes y se revende a fondos de inversión. Frente a eso, el sistema de Arthur puede parecer ridículo. No hay escalabilidad, no hay eficiencia, no hay red. Pero quizá lo que Koenig insinúa —y lo hace con notable ambigüedad— es que la lógica del capital y la lógica de la vida son incompatibles. Que no hay algoritmo capaz de regenerar un bosque, ni moneda que reemplace un vínculo simbiótico. Que toda industrialización de la naturaleza es, en última instancia, una forma de violencia.

V: ¿Puede el humus ser un horizonte?

Humus nos obliga a mirar hacia abajo. A contemplar no el cielo de las utopías, sino el subsuelo de nuestras contradicciones. En Arthur y Kevin, Koenig no construye héroes ni antihéroes, sino espejos deformados de nuestras propias formas de enfrentar el colapso ecológico. ¿Queremos salvar el planeta desde una app? ¿O renunciar a todo y volver al barro? ¿Hay un punto medio posible, o solo queda elegir qué tipo de fracaso preferimos?

Koenig no nos da soluciones. Pero al cerrar el libro, uno siente que algo ha cambiado. Que tal vez la verdadera revolución empieza no con grandes gestos, sino cuando nos detenemos, hincamos la rodilla, y metemos las manos en la tierra.

Quizás, nos dice Koenig, la transformación no ocurra en las esferas del poder ni en los laboratorios de innovación, sino en el momento humilde —y radical— en que dejamos de aspirar al cielo y comenzamos a escuchar lo que murmura el subsuelo. Tal vez la política del porvenir no consista en prometer salvaciones, sino en aprender a vivir con lo irremediable. A habitar el colapso sin estetizarlo ni negarlo.

Al final de Humus, lo que queda no es una tesis ni una moral, sino un tono. Un estado del ánimo que se parece a la conciencia del compost: lenta, oscura, irreconciliable y sin embargo generosa. Como si la única forma de seguir adelante fuera detenerse. Y la única forma de resistir, decaer con dignidad.

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