La historia de Warren Adler de 1981 vuelve a la gran pantalla como ya lo hizo La guerra de los Rose. Casi tres décadas después, el matrimonio corroído por la envidia vuelve a la cartelera, pero esta vez, en su versión más descafeinada
Aunque son muchos los que van al cine esperando un remake de la exitosa película de Danny DeVito: La guerra de los Rose, esta nueva versión refleja el “te quiero a morir” —o más bien, “a matarte”— desde una perspectiva distinta. El divorcio esta vez lo pide él y aunque la casa sigue siendo el campo de batalla, ya no cabe la opción ni de repartirla.
Encarnados en los papeles de la de repente exitosa chef Ivy y el caído en desgracia arquitecto Theo, las fantásticas actuaciones de Olivia Colman y Benedict Cumberbatch relatan la historia de Los Rose, que también podría responder al título: «Hasta que la envidia nos separe» o «Del amor al odio tras la tormenta».
Contra lo que suele mostrarse en pantalla, aquí es la mujer quien triunfa laboralmente y el hombre quien fracasa. Es en esa inversión de papeles donde se muestra como él tolera el éxito de su mujer siempre y cuando no supere al suyo. ¿A caso le habría animado a crear el restaurante si hubiera sabido que su reputación como arquitecto caería en picado?
Es la forma en la que Jay Roach entrelaza las historias lo que vuelve aún más irónico el contraste entre los protagonistas. El peor día de Theo, con la tormenta que derrumba su edificio, coincide con el mejor de Ivy. El restaurante se llena de comensales y recibe la visita de una crítica que la encumbra. Incluso cuando el éxito de ella le beneficia directamente, la envidia sigue siendo la protagonista. De esta forma, se muestra cómo una noche puede convertirse en el detonante de la destrucción de un matrimonio. Todo ello dentro de una sociedad en la que tanto el éxito como el fracaso tienen cada vez más repercusión.
De la mano con el ego se encuentra el nuevo proyecto del marido. Además de diseñar una mansión millonaria, decide ni más ni menos que convertir a sus hijos en deportistas de élite. Algo un tanto chocante, pues lo que hacía su madre antes de trabajar era atiborrarlos de azúcar, ¿dónde queda la comunicación?
Puede ser que al final de la película, cuando llega la pelea burocrática por la nueva casa familiar cubierta de musgo irlandés —pagada por ella —, el tono realista parezca desviarse. Nada más alejado de la realidad, la forma de actuar de ambos no puede ser más sincera. Actúan según lo que sienten, como si no hubiera consecuencias. Como se suele decir: «Haciendo lo primero que se les pasa por la cabeza».
Un clímax que se hace de rogar
Es por fin en esta última parte de la película cuando vemos a McNamara sacar la crudeza y la picardía que estábamos esperando de un matrimonio como el de los Rose. Un tono ácido que se hace esperar, quizás demasiado, pero por el que merece la pena ver la hora y 45 minutos de la proyección. En este tiempo, descubrimos que lo que parecía sostener su matrimonio no era amor ni complicidad, sino el frágil equilibrio de que uno brillara mientras el otro estaba ensombrecido.
