Siempre supieron dónde encontrarla, pese a que ella jamás lo hizo consigo misma. Un mar interminable de hippies bailaba, ebrio y drogado, en el campo que se extiende por las granjas del Condado de Sullivan, Nueva York. Era el turno de la siguiente actuación. Janis no podía soltar la botella, consumida por el miedo escénico que le acompañaba cada noche. Le temblaba una pierna, estaba completamente despeinada y su boca sabía a humo. La metralleta de latidos que disparaba su corazón retumbaba dentro de su cabeza. Dio otro trago largo y arrojó la botella contra el suelo. Estaba completamente borracha cuando escuchó su nombre en el megáfono. Agarró unas gafas circulares y, con el aire psicodélico que la caracterizaba, saltó al escenario. Woodstock estaba a punto de hacer historia.
Corría el año 1969, y aquel festival supuso un antes y un después en el mundo de la música. Los artistas que agarraron el micrófono durante esos tres frenéticos días eran asquerosamente talentosos. Se volvieron inmortales ante un ejército de drogados. Justo cuando unos delgados brazos levantaron la primera pancarta, el movimiento flower power tiñó de arcoíris la vida de un grupo de desgraciados. Personas que no eran felices. Nunca lo habían sido. Nadie les había tratado bien. Eran aquellos que observaron cómo su infancia se escapaba desde la ventanilla de un camión de mudanzas, que conocían el momento, aunque no la circunstancia, en la que recibirían otra paliza; y que dolería mucho más si la volvía a proporcionar un ser querido. Aquellos que olvidaron su nombre por asumir un apodo y que huyeron de su persona refugiándose en su personaje. Aquellos que amanecían, entre lágrimas, con un cuarto de Jack Daniels en la mano derecha y un bote de pastillas vacío en la izquierda. Aquellos que nunca escucharon un te quiero, ahora, tenían a medio millón de personas gritando sus canciones. Después vinieron los saltos y los aplausos. Y, finalmente, aquellos que nunca fueron felices esbozaron una sonrisa.
Janis Joplin fue la Reina. Nació un 19 de enero de 1943, y desde pequeña su vida estuvo marcada por los problemas de autoestima que acompañaron a su físico. Una personalidad ligada a las polémicas, bisexual, alcohólica, rechazada por sus padres, adicta a la heroína y cantante. No supo encontrar un hueco en el mundo que le tocó vivir. Y lejos de adaptarse a una sociedad que no estaba hecha para ella, decidió existir a su manera. Como si de un puzle al que solo le falta una pieza se tratase; cuya forma no encaja con el resto del juego, pero igualmente fuerzas para poder terminarlo. Y de tanta presión acabas rompiendo todo. Así ocurrió. La vida de Janis fue una carrera de fondo, un “quiero y no puedo”. Un asesinato premeditado por su mente, con el consumo de drogas como cómplice, y la realidad del momento a partes iguales. Se ahogaba y nadie supo escuchar el grito de socorro.
La chica de pecas que con diecinueve llegó a San Francisco en busca del éxito no encontró más que desdicha. Lo tuvo todo sin tener nada, y viceversa. La pequeña Perla, tras una vida de lágrimas apretando los puños, brilló con luz propia aquel verano del 69. Catorce meses después del festival, su cadáver fue encontrado en el sucio suelo de un hotel en Los Ángeles. Una sobredosis de heroína terminó con la quimera que ella siempre soñó. Tenía veintisiete. Entró a formar parte de un selecto y fatídico grupo llamado Club de los 27, y en cuyo mural se leen nombres como los de Jimi Hendrix, Kurt Cobain y Amy Winehouse. Músicos que, como Janis, murieron a tan corta edad. Personas que se esforzaron por entender los vaivenes incomprensibles de una vida cargada de excesos. Janis marchó dejando un legado; se hizo eterna en su música y en la memoria popular. Este mes se cumplieron cincuenta años sin ella.
Janis fue incinerada y sus cenizas se esparcieron por el Océano Pacífico. Allí quedará para siempre, a la deriva, una pieza de su corazón roto. La espuma de las olas tapará, más allá de donde alcanza el horizonte, el alma de una flor suicida. La chica que fue enterrada viva por el Blues.