Hace un par de días, un amigo comentaba la diferencia que existe entre aquellos hombres que no tienen aspiraciones y los que sí las tienen. Que aquellos que no sueñan a lo grande están condenados a vivir en la mediocridad, a estar siempre subyugados al sesgo demoledor del sistema.
Para ser alguien en la vida, decía, en definitiva, hay que intentar salirse del molde. Que quienes no sueñen a lo grande y no pretendan llegar a lo más alto, siempre serán las personas dominadas.
Todo esto me hizo cuestionarme, ¿y si yo no quiero, o directamente no puedo soñar a lo grande? ¿Qué problema hay en no tener grandes aspiraciones? ¿Y si, para mí, el mero hecho de existir ya resulta, en ocasiones, un reto? Vivir y atender a unas obligaciones impuestas y de las que no puedo escabullirme —que ni siquiera he elegido— ya son un gigante al que enfrentarme día a día. ¿Por qué tendría que, además, soñar a lo grande?
No entiendo el delirio de ambición tan presente en la sociedad actual. Siempre ha habido héroes y grandes referentes, por supuesto, pero parece que como sociedad omitimos que mientras que esos héroes pasaban a la historia, muchas otras personas han tenido que vivir en la más absoluta humildad. La inmensa mayoría de los seres humanos, a lo largo de la historia, han quedado relegados al olvido más absoluto, o lo que es lo mismo, han vivido en la máxima normalidad. Y no pasa nada.
No tengo por qué demostrarle nada a nadie. Mis aficiones no son más o menos lícitas por hacerlas públicas, mis pasiones no requieren de aprobación externa para tener valor. Mis ideas, aunque se queden en mi cabeza, no valen menos.
Mi mayor ambición es lograr vivir tranquilo. Y para ello no pretendo comerme el mundo, porque soy plenamente consciente de que hay muchísimos factores, entre ellos el de la suerte —que cuenta con muchísimo peso—, que juegan un papel determinante en el logro de esa meta. ¿Quién me asegura poder vivir de lo que me gusta o cumplir alguno de mis sueños personales?
Por supuesto que hay gente que hace las cosas mejor que yo. Escriben mejor, piensan mejor, crean mejor. Pero porque ellos lo hagan mejor, ¿lo que haga yo automáticamente pasa a ser considerado carente de valor?
Los delirios de grandeza nunca juegan un papel positivo en la mente de las personas, son pocos aquellos que ven sus sueños realizados al cien por cien, por mucho que lo trabajen. Por desgracia, nadie nos asegura que por mucho trabajar, por mucho que nos esforcemos, lo logremos todo. Tampoco pretendo que la gente adopte una actitud apática ante la vida, simplemente abogo por unos términos y unos objetivos realistas.
Está bien que cada vez esté más claro que no pasa nada por no ser absolutamente nadie para los demás, que no hay nada de malo en ser mediocre. Vivimos de una manera en la que importa más qué imagen damos de cara a los demás que nuestra propia autopercepción. Tal vez le hemos dejado de dar prioridad a lo más importante que tenemos en la vida: nosotros mismos. Porque en esta sociedad que nos alienta a soñar a lo grande, en la que no podemos quedarnos en la zona de confort, siempre tenemos que aspirar a lo más alto. Pero no siempre podemos llegar a lo más alto. Como bien decía Segismundo, en La vida es sueño, «que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son». Y no por no alcanzar todos nuestros deseos, somos menos que cualquier otra persona. Suficiente hazaña resulta la existencia, que no es poco.
