Los halagos también oprimen: el peligro invisible del sexismo benevolente
Cuando se piensa en sexismo, es común imaginar comentarios groseros, actitudes abiertamente despectivas o conductas agresivas hacia las mujeres. Este es el rostro del sexismo hostil: directo, burdo y fácilmente reconocible. Sin embargo, existe otra forma mucho más sutil, y por tanto más peligrosa, de perpetuar la desigualdad: el sexismo benevolente. Este opera bajo la máscara de la cortesía, la caballerosidad y la supuesta protección hacia las mujeres, pero en realidad sigue alimentando la misma estructura patriarcal.
Ambas caras del sexismo, hostil y benevolente, forman lo que la psicología social ha denominado sexismo ambivalente (Glick y Fiske, 1996). A pesar de su tono afectivo positivo, el sexismo benevolente perpetúa la idea de que las mujeres son seres frágiles, puros, morales y delicados que necesitan ser protegidos por los hombres. En otras palabras: debilidad disfrazada de halago.
Según la investigación de Lameiras (2009), el sexismo benevolente no es “menos sexismo” que el hostil. De hecho, ambas formas trabajan juntas como un sistema articulado de recompensas y castigos: el benevolente se ofrece a las mujeres que aceptan roles tradicionales (como la esposa devota o la madre sacrificada), mientras que el hostil se dirige a las que desafían esos papeles, las feministas, las mujeres independientes, las que “no se dejan”. Este mecanismo impone un rígido control social: premia la sumisión y castiga la emancipación.
La aparente amabilidad del sexismo benevolente es su mayor trampa. Muchas mujeres, como también muestran los estudios de Palacios Navarro y Rodríguez Vidal (2012), lo interiorizan como una forma de afecto o de reconocimiento. No es casualidad. El patriarcado ha enseñado durante siglos que ser “una buena mujer” es ser dulce, comprensiva, paciente, y sobre todo, no amenazar el poder masculino. Este sexismo encubierto encuentra su caldo de cultivo en culturas que aún se resisten a la igualdad efectiva entre hombres y mujeres. En palabras de Claudia Cárdenas, “el sexismo benevolente se presenta como no prejuicioso, pero en realidad justifica la inferioridad femenina a través del paternalismo, la complementariedad de género y la intimidad heterosexual”.
No se trata, por tanto, de un problema anecdótico. Este tipo de sexismo, al estar normalizado, es más difícil de combatir que el sexismo hostil, que al menos resulta evidente. Los datos recogidos en diferentes investigaciones lo demuestran: tanto hombres como mujeres puntúan más alto en sexismo benevolente que en hostil. Y aunque las mujeres tienden a rechazar más el sexismo abiertamente violento, no siempre desconfían de los mensajes supuestamente positivos que en realidad refuerzan su subordinación.
Además, el sexismo benevolente no es inocente: está vinculado directamente a actitudes que toleran la violencia de género. Quienes lo aceptan también tienden a justificar la dominación masculina, a culpabilizar a las víctimas o a considerar que la violencia en la pareja es algo “normal”. En este sentido, el sexismo benevolente no es simplemente una ideología inofensiva; es una pieza más de un engranaje que legitima la desigualdad y la violencia.
Resulta urgente, por tanto, desenmascarar este tipo de discursos. Porque no basta con eliminar las agresiones abiertas: también hay que cuestionar las ideas que presentan a las mujeres como seres encantadores, sí, pero incapaces; adorables, sí, pero pasivos; dulces, sí, pero inferiores. El feminismo no busca eliminar las diferencias individuales, sino romper los estereotipos que convierten esas diferencias en desigualdad estructural.
Frente a quienes todavía piensan que el feminismo exagera, que “ya estamos bien” o que “no hay que ser tan radical”, conviene recordar que el machismo no ha desaparecido, solo se ha vuelto más sofisticado. El sexismo benevolente es un claro ejemplo de ello. Y mientras no seamos capaces de identificarlo y combatirlo, seguirá funcionando como un freno invisible al avance de la igualdad.
No se trata de rechazar la amabilidad, sino de preguntarse qué tipo de poder se oculta detrás de ciertos gestos. ¿Es cuidado o es control? ¿Es respeto o es condescendencia? En palabras de la feminista Virginie Despentes, no hay peor cárcel que la que tiene barrotes de flores.
Combatir el sexismo benevolente requiere un profundo trabajo educativo, especialmente entre los y las más jóvenes. Como apuntan los autores del Inventario de Sexismo Ambivalente, solo desarrollando una conciencia crítica se puede desarticular la ideología patriarcal que lo sostiene. Eso significa desmontar los cuentos de princesas, revisar el lenguaje, repensar los roles y, sobre todo, dejar de premiar a las mujeres por ser sumisas. Porque si no desactivamos los halagos que nos encadenan, nunca seremos verdaderamente libres.

