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La identidad es un currículum

¿Y si el trabajo suplanta la identidad y nos reduce a una función, a un papel dentro del engranaje capitalista?

A este mundo hemos venido para hacer algo. A cumplir con algún cometido al que algunos llamamos vocación. Algunas personas vienen para salvar vidas a través de la ciencia, y otras vienen para darle mayor sentido a las de los demás mediante las artes. Para hacer de la vida algo más digerible, más sencillo. Y otras vienen para cumplir unas funciones determinadas, repetitivas y tediosas (aunque esenciales) en el funcionariado público, por ejemplo. 

Sara Mesa, en su novela Oposición (Anagrama, 2025), presenta a una protagonista cuya vocación no está del todo clara (y por ende, su existencia misma) y plantea una historia que demuestra cómo el trabajo acaba transformándonos —a todos— en alguien a quien, en ocasiones, no seríamos capaces de reconocer si lo viésemos a través de un espejo.

Siempre me ha llamado la atención cómo nos hemos acostumbrado a la incomodidad que supone definir nuestra identidad a través de nuestra ocupación. Para este sistema capitalista en el que —irremediablemente— estamos insertos, ya no somos individuos complejos con multitud de niveles, capas o facetas; solo seres que ejercen un papel en una rueda complejísima y que deben realizar funciones determinadas. Vivimos en una especie de La vida es sueño de Calderón, pero mucho más triste.

Si alguien se dedica a la pintura, se presentará como pintor. Y si acaso —si le permite vivir de ello— como artista. Pero pocos son aquellos que se presentan ante los demás como ellos mismos, sin ninguna ocupación que les escude ante los ojos de los demás. Es como si el hecho de ser un ser viviente hubiese dejado de tener importancia. Entonces, para aquellos que no tienen un papel que desempeñar (o que, simplemente, todavía no han encontrado) ¿no hay cabida en el mundo?

Para mi generación, esa a la que se le prometió toda la estabilidad del mundo, pero tan solo si pagaban el peaje de estudiar una carrera, uno o varios másteres y cualquier tipo de formación que reconociera su valía mediante un título oficial, lo más habitual es presentarse ante el mundo como lo que un documento de rigurosa validez oficial dice que son. Si alguien ha estudiado biología, se presentará ante los demás como biólogo. Pero claro, una cosa es ser biólogo de formación y otra muy distinta (y cada vez más imposible) es ejercer como biólogo.

Y es que ese documento que prometía futuro se ha quedado con nuestra identidad. Para quienes no ejercen la profesión para la que se formaron, motivados por una generación anterior que les prometía todo y más, su identidad está perdida. Son biólogos en el plano teórico, abstracto y burocrático, pero no tienen ni la más mínima idea de qué son en el plano laboral y, en consecuencia, tampoco en el del mundo real.

La representante a la que interpretó Lydia Bosch en Paquita Salas le dijo a la protagonista que una representante que no está en activo no es una representante, y Paquita se terminó de hundir. Porque el mero hecho de sobrevivir era algo que los demás obviaban. Sin una profesión, carecía de validez para el resto del mundo. Incluso Magüi, la eterna compañera de Paquita, sintió que estaba dejando de ser ella misma por no dedicarse a lo que realmente quería, cuando la realidad es que uno nunca deja de ser como es por dedicarse a una u otra cosa.

Entonces, ¿quienes no ejercen están despojados de identidad? ¿No tendrán jamás cabida en una sociedad que se rige únicamente por la ocupación y que deja de lado todo lo demás? ¿Solo podrán ser reconocidos dignamente profesionales que, aun ejerciendo, sean las peores personas que uno pueda echarse a la cara? Me gusta y me consuela pensar que no. La identidad está conformada por multitud de cosas que van más allá del oficio. Porque si no fuera así, la deshumanización de la sociedad habrá alcanzado su punto álgido. Y vivir así es para echarse a temblar.

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