Decir que los extremos se tocan es un lugar tan común como poco válido. Pero sí es cierto que algunos extremos se pueden ocultar en otros
En cualquier conversación más o menos profunda acerca de política, todos los interlocutores estarán de acuerdo en que la unión dentro de la izquierda, casi por los propios valores del movimiento, es imposible de alcanzar. Y aunque esta diversidad (e incluso enfrentamiento) de ideas puede resultar un inconveniente en la praxis de la izquierda, lo cierto es que, por encima de todo, la pluralidad de puntos de vista siempre ayuda a afrontar los problemas de mejor manera. La amplitud de este «espectro de la izquierda» siempre ha supuesto un debate entre teóricos y militantes, que en distintas asociaciones han reivindicado una mayor o menor heterodoxia con respecto a los planteamientos marxistas.
Sin embargo, dentro de este abanico, en nuestro país se está gestando una oleada de figuras que, pese a identificarse con la izquierda, reproducen un discurso que en muchos puntos encajaría con los postulados de los sectores más conservadores. Estamos hablando, sobre todo, de una retórica obrerista (apelación de los obreros de cuello azul frente a los «políticos» como entidad abstracta) que se combina con el esencialismo presente en cualquier nacionalismo (se habla de la «reaproapiación» de la patria y la bandera…) y que, sobre todo, se apoya en una reivindicación romántica del pasado. Y aunque no resulta extraño encontrarse a comunistas que sienten nostalgia de la URRS, es más extravagante encontrarlos defensores del extinto Imperio Español y demás elementos del folklore nacionalista hispano.
Si bien estos postulados, aunque extraños en la izquierda, no pueden parecer preocupantes, lo cierto es que deberían alertar a cualquier progresista comprometido, pues estos «rojipardos» (tal y como se define a este derechismo disfrazado) muestran su auténtica faceta cuando reparamos en los «enemigos» que enfrentan: por un lado, tenemos la inmigración, tratada en términos muy similares a los de la derecha. Y por el otro, el «pack posmoderno queer«, que incluye conspiraciones identitarias, feministas, ecologistas y LGTB para dividir y arruinar a la clase obrera. Esta teoría, razonada con mesura y sin exaltación paranoide, la desarrolló Daniel Bernabé en su exitoso libro La trampa de la diversidad.
La sombra del «rojipardismo» en España
Este movimiento, por fortuna minoritario, no es algo nuevo en España, aunque sí temo que en poco tiempo gane relevancia. Esta tendencia «izquierdista-reaccionaria»- que no conservadora o centrada)- es, evidentemente, ampliamente heterogénea y algo indefinida, aunque podemos identificar su nexo de unión, de entre todos los anteriormente mencionados, en la instrumentalización de la nostalgia para canalizar y atraer a las masas hacia una «izquierda real», que en una falsa disyuntiva escoge las prestaciones sociales sobre los pronombres o las políticas de género.
Sin ir más lejos, la propia Falange (y concretamente su escisión Falange Auténtica, inspirada en el strasserismo nazi) ha recurrido en su argumentario al empoderamiento de la clase trabajadora y a la destrucción del capitalismo. Gustavo Bueno, destacado filósofo patrio, siempre defendió un controvertido sistema ideológico que parecía recoger elementos de la izquierda y de la derecha para, en definitiva, reivindicar el autoritarismo y la posibilidad de un «imperialismo generador». Santiago Armesilla, Jon Illescas y el polémico Frente Obrero son otros exponentes de esta ola neoconservadora disfrazada de izquierda que, si bien dice enfrentarse al neoliberalismo capitalista, amenazan los valores sociales del liberalismo sobre los que deben sustentarse nuestras sociedades, y que defiende Elisabeth Duval en un reciente artículo al respecto. Estos movimientos, en mayor o menor medida, cargan contra la lucha feminista, antirracista o LGTB apelando a su carácter atomizante de la clase obrera, sin tener en cuenta el carácter transversal que pueden (y deben) tener estas luchas.
Aunque estas figuras previamente mencionadas no tienen un gran alcance, hace unos días se reavivó este debate acerca del «rojipardismo» a raíz de la intervención de la escritora Ana Iris Simón en un acto organizado por el Gobierno. Un par de semanas antes, ya se había comenzado a discutir acerca de la afinidad ideológica de la autora a causa de un hilo y un artículo publicados por Pablo Batalla Cueto a propósito de la novela Feria, en la que Iris Simón parece reivindicar la figura de Ramiro de Ledesma, cofundador de las JONS.
La confrontación en Twitter
El periodista Antonio Maestre (@AntonioMaestre), junto con otros usuarios, denunció en redes y en una columna de opinión el posible carácter reaccionario del discurso de Ana Iris Simón, que promulgó un regeneracionismo basado en la familia en el que se podía percibir un evidente euroescepticismo y una crítica hacia las políticas migratorias actuales. En su defensa surgieron, además de usuarios claramente de derechas, otras voces como la de Juan Soto Ivars, el ya mencionado Bernabé o los directores del think-tank El Jacobino, que intercambiaron duros reproches con Maestre.
El propósito de este artículo no es valorar la posición política de la autora de Feria (ahí tienen los enlaces, revísenlos y saquen sus conclusiones) ni de cualquiera de los otros mencionados, aunque tengo claro que Juan Soto Ivars es probablemente conservador y que Roberto Vaquero es un fascista. En estas líneas se pretende arrojar luz acerca de un debate todavía marginal dentro de la izquierda, que sin duda ganará relevancia con el tiempo. Y es que, con el ciclo de la extrema derecha alt-right finalizando (Donald Trump se ha marchado y a Bolsonaro no le queda mucho), los sectores reaccionarios necesitan reorientar su estrategia, en un contexto de crisis económica en la que un gran sector de la población no mira con malos ojos el autoritarismo con la que China ha afrontado la pandemia de la COVID-19.
La habilidad retórica de personajes como Ana Iris Simón nos debe preocupar, por su potencial para condicionar (aún más) el marco de discusión de la izquierda. Nos toca desconfiar de la ambigüedad, del populismo y del apoliticismo superficial (ojo con el «trascender la izquierda» de Errejón) para enfrentarnos no solo a las contradicciones del mundo capitalista, sino también a las supuestas contradicciones de la propia izquierda: el ecologismo no va reñido con la lucha obrera, ni esta se desarrolla en un apartamento estanco en la que las reivindicaciones del colectivo trans no son necesarias.
Es sencillo recurrir a una arcadia pasada cuando se plantea un proyecto político, ya sea la Unión Soviética o la España de nuestros abuelos. También es sencillo conformar un frente unido acallando voces disidentes e ignorando los problemas de las minorías, pero lo fácil no es siempre lo más acertado, por más que lo promulgue Ockham. La nostalgia nunca será de izquierdas, pues el objetivo de esta no es más que la construcción de una realidad alejada del pasado por la que tenemos que empezar a luchar desde el presente. Pueden llamarme idealista, pero al menos no concedo entrevistas en canales neonazis.