Sabor Quijote inicia su andadura en Daimiel con una jornada que une patrimonio, naturaleza y gastronomía para reivindicar el valor del turismo rural en Ciudad Real
Hay tierras que se cuentan por lo que muestran. Y otras, como Daimiel, por lo que esconden. Allí, donde el horizonte se estira sin pedir permiso y el silencio no es ausencia, sino memoria, comenzó el pasado 28 de junio la primera parada de Sabor Quijote 2025: un viaje para redescubrir La Mancha a través del paladar, la historia y la raíz compartida.
La Motilla del Azuer no impresiona a lo bruto. No alza torres majestuosas ni desafía el cielo con su silueta. No tiene ese brillo instantáneo que buscan los turistas de paso. Y sin embargo, es uno de esos lugares que, si sabes mirar, se te queda dentro. Porque su fuerza no está en lo que enseña, sino en lo que sugiere. Guarda su poder en lo invisible, en lo que se adivina bajo capas de historia y silencio.
Bajar por la rampa que conduce al interior de la motilla es como sumergirse en otro tiempo. La tierra cambia de color, el aire se espesa, y el sonido se apaga. Uno cruza el umbral y, de pronto, está dentro de un pozo de cuatro mil años. Cuatro mil. No es una cifra. Es una grieta en la línea del tiempo. Estás parado justo donde, siglos antes de los romanos, antes de cualquier mapa, los primeros pobladores de La Mancha excavaban la tierra para encontrar agua. Cuando el mundo era barro, hambre y sed.
No era un castillo, ni un templo, ni una escenografía de poder. Era algo más íntimo: un acto de fe en el futuro. Un compromiso con la supervivencia. Una arquitectura para resistir.
Mientras el guía nos hablaba de la cultura de las motillas, de los muros concéntricos que protegían el pozo, del sistema hidráulico que desafiaba a la lógica de la Edad del Bronce, cada palabra parecía resonar en un hueco interior. Como si no solo nos explicaran el pasado, sino que nos hicieran cavar dentro de nosotros mismos.
¿De qué pozos bebemos ahora?
¿Dónde encontramos hoy esa misma necesidad de comunidad, de sostenernos juntos, de cuidar el recurso más frágil que tenemos?
La Motilla del Azuer no impone. Pero te interpela. No alardea, pero te obliga a hacerte preguntas incómodas. Y cuando vuelves a salir a la superficie, a la luz abierta del campo, ya no eres el mismo.
Porque hay lugares que no se visitan. Se atraviesan.
El día continuó con otra forma de agua: la que no se esconde, sino que se extiende. Agua que respira, que transforma el horizonte en espejo, que convierte el paisaje en una pausa. Las Tablas de Daimiel no necesitan presentación: son el último representante vivo de un ecosistema casi extinto en Europa, un humedal único por sus condiciones de mezcla entre aguas subterráneas y de desbordamiento. Una rareza natural que ha resistido a base de silencio, de aves, de paciencia.
Allí el tiempo no se mide en minutos, sino en reflejos. En cómo la luz se posa sobre el carrizo. En cómo una garza blanca interrumpe el pensamiento como si supiera que estás buscando algo. El silencio aquí no está vacío: está habitado. Por raíces sumergidas, por vuelos lentos, por brisas que parecen llegadas desde otro siglo.
Es un silencio que no se impone: se comparte. Y en ese susurro líquido, entendí algo que no venía en el programa, ni en las notas de prensa, ni en los discursos inaugurales: que el turismo no es solo mirar. Es quedarse callado y escuchar. Y si se puede, recordar.
Después, en el centro del pueblo, el Museo Comarcal abría sus puertas como quien abre su cocina. En esta edición de Sabor Quijote, este fue el núcleo: aquí se cruzaron exposiciones, degustaciones, y rutas que no solo informaban, sino que conectaban. “Antes hacíamos más autoconsumo, y ahora queremos que la gente venga”, decía María Jesús Pelayo, vicepresidenta de la Diputación. Pero lo decía con una sonrisa que iba más allá del dato. Lo que ella quería decir era otra cosa: que ya era hora de contarnos bien. De dejar de pedir permiso.
Daimiel no necesita maquillarse, solo necesita tiempo
En el Espacio Fisac, la arquitectura se hizo sabor. Allí, bajo los muros que rinden homenaje a Miguel Fisac —el hombre que entendió que el hormigón también podía ser bello—, el almuerzo se convirtió en un relato. No era una cata al uso. Era un guion escrito con vino, queso, pan, aceite, y los embutidos de Juanma que saben a fuego lento. Los nombres eran nuestros: Zacatena, Ojos del Guadiana, Los Pozos, Los Candeales… pero esa tarde sonaban como nuevos. Como si nos estuviéramos redescubriendo.
Todo eso lo presentaron Gema Molina y Agustín Durán, entre risas, acentos y cariño. Porque aquí el humor también entra en la receta. Porque Daimiel no se toma tan en serio como para parecer distante. Aquí todo el mundo saluda y, si no te conocen, te preguntan de quién eres.
Y entonces vino el alcalde, Leopoldo Sierra, y lo dijo sin alardes: “Daimiel es agua. Es símbolo de lucha por la sostenibilidad. Pero si algo define a Daimiel es su gente. Son el verdadero motor de lo que somos”. Y lo escuché como quien escucha una promesa. Porque lo era.
La guinda del pastel: el humor local
La noche no se apagó. La Plaza de España se llenó de música, de carcajadas, de gente en manga corta con la cerveza en la mano. DJ Cristina puso ritmo, y luego subieron al escenario Agustín Durán y Paco Collado —sí, el Aberroncho— y el pueblo se rió como se ríe cuando la vida pesa poco y el día ha salido redondo. Uno de esos momentos donde sabes que estás en el sitio justo. En el tiempo justo.

Hay quien mide el éxito de una campaña en cifras. Sabor Quijote 2025 puede presumir de más de tres millones de impactos. Pero lo que yo viví en Daimiel no se puede contar en clicks ni en estadísticas. Se cuenta en otra cosa: en la forma en que un niño se agacha a tocar el agua de Las Tablas. En cómo una mujer mayor te habla del pan de cruz como si te estuviera contando una historia de amor. En ese momento en que pruebas un vino de aquí y piensas que llevas toda la vida bebiendo cosas que no te sabían a nada.
La Mancha se ofrece sin urgencia. No compite, no se disfraza. Solo espera que sepas mirar.
Y Daimiel, con su pozo, su agua y su gente, fue el mejor lugar para comenzar este viaje. Porque cuando el silencio tiene raíces, todo lo que crece suena verdadero.

