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‘Una loba en Santiago Rodríguez’ y la disección de una infancia caribeña

Santiago Rodríguez es un yoyó

Su cordón es visceral ––incluso umbilical; umbilical más bien–– e imposibilita el no-retorno. Se calcula que, como mucho, son diez años lo que puede llegar a durar un viaje de ida y vuelta a través de la gravedad. Pero lo que hace de Santiago Rodríguez un polo magnético no es la simple arbitrariedad o la magia realista. No. Son los vínculos. Vínculos lógicos con la tierra porque en ella moran las personas que te criaron, en ella habita tu estirpe y de su mano va la herencia genética que orienta tu camino. Ahí es nada.

De qué va

Lola Ortiz Vargas (1989) despliega en la novela Una loba en Santiago Rodríguez (ediciones en el mar, 2023) una genealogía de la persona. ¿De qué persona? Concretamente de una adolescente que regresa desde España, diez años después, a un caribeño pueblo de la provincia de Santiago Rodríguez, al norte de República Dominicana. En ese pueblo se crio junto a una estirpe de singulares mujeres como su madre, su tía y, especialmente, su abuela. Ahora su abuela se está muriendo y mantiene una curiosa contienda con sus hijas porque no quiere ir a un hospital a que le den cuidados paliativos. Ella quiere morir en su casa, que para eso es su casa.

Provincia de Santiago Rodríguez, en República Dominicana | Fuente: Pinterest Juan Sangiovanni

Esta tesitura encuentra la protagonista en el momento de su retorno. Ahora tiene la oportunidad de comprender los motivos primigenios de sus circunstancias, que no son demasiado amables, y puede revestir con una mirada madura aquellos recuerdos de la niñez. Pero esta mirada será un elemento ambivalente: los ojos de una niña son inocentes y no siempre es cómodo hacer la transición. Por eso estos recuerdos irán y vendrán, se yuxtapondrán con el presente, para dar una imagen multidimensional de la realidad. Además, estas realidades vienen conjugadas con diferentes elementos que pueden resultar muy instructivos para quienes ––como yo­­–– no estén familiarizados con el modo de vida en las Antillas Mayores. Hablamos de la pervivencia de la superstición, de la realidad paralela de las habladurías, o del machismo implícito de algunas comunidades pequeñas.

Sobre qué va

“Carita de haitiana y boquita de española” es el mantra calificativo que persigue constantemente a la protagonista. Es su sombra y a la vez es un reflejo: la pertenencia es uno de los temas que mejor se abordan en esta historia. Haberse criado entre dos mundos puede acarrear la sustancial desventaja de no saber muy bien a cuál de ellos se pertenece. ¿Y si, efectivamente, quien mucho abarca poco aprieta?

Allí es diferente, de otro color al habitual, pero aquí no comparte ni el acento ni la cosmovisión. Su carita, al parecer, es del país vecino. Su boquita ––su entonación–– es bastante más lejana. No es como su madre; a ella le sale con naturalidad el acento dominicano cuando se relaciona con personas de su misma procedencia geográfica. También la ondulación del pelo es un asunto importante. Ahí existe todo un espectro de significaciones, juicios, prejuicios y consecuencias.

No por nada es “una loba en Santiago Rodríguez”. ¿Acaso hay algo más contraintuitivo? La especie del lupus tiene reminiscencias invernales, grises y níveas. Queda muy lejos de aquello que evoca una región caribeña. Pues bien, esa incongruencia estética tendrá que deshacerse. La novela cuenta con 268 páginas para hacer frente a tan ardua tarea.

Su abuela doña María fue maestra en la escuela de Santiago Rodríguez. Tantos años de enseñanza valieron para ejercer una impresionante labor en su nieta, quien regresa ahora para un último adiós ––el cordón de Santiago Rodríguez nunca cede––. La nieta lo aprendió todo de su abuela. Y todas esas enseñanzas regresan ahora en forma de recuerdos que no llegan a ser analepsis puesto que no suponen ninguna ruptura de la secuencia cronológica. Todo se dibuja con precisión y continuidad al igual que el pasado opera en el presente con precisión y continuidad. Sin embargo, ¿sirven las enseñanzas de la infancia para hacer frente a una adolescencia difícil y atípica? Pueden servir. Puede servir, quizás, comprender a su abuela para comprender a su madre, con quien mantiene una complicada relación.

Santiago de los Caballeros, capital más cercana al pueblo | Fuente: fotopaises.com

Cabe la posibilidad de que este último aspecto sea el más interesante de la novela. La autora describe con aparente sencillez la complejidad de una relación que no necesita de excesivo dramatismo ni de aspavientos violentos para mostrarse tan cruda como es. Porque no se puede ser indiferente con una persona cuyas decisiones han repercutido tanto en tu vida. ¿Por qué marcharse del pueblo, del país, del continente? ¿Por qué no veo a mi padre por ningún lado? ¿Por qué dices que no se nos habría mirado bien en Santiago Rodríguez? ¿Por qué parece que no me haces caso? Así es imposible que entiendas que en España estoy prácticamente sola. Únicamente Luna me acompaña, y ahora la tratas así.

Son muchas las interrogaciones que necesitan ser extirpadas de las entrañas de la historia para, después, ser examinadas y estudiadas una a una. Sólo así se puede aspirar a comprender las complejidades de toda una vida. Y toda una vida no son los años de una adolescente, claro. Toda una vida son esos pocos años sumados a las vicisitudes de los cientos de años de aquellas que los precedieron. Porque en las buenas historias el tiempo no conoce la linealidad artificiosa.

Hay una escena en la novela que roza la sublimidad. En una fiesta, un muro infranqueable se alza entre madre e hija. Todo termina ahí. Pero, de alguna manera, todo se inicia y se reinicia ahí. Y este es un buen ejemplo de cómo la autora maneja con maestría los tiempos de la novela para que el interés se mantenga en una recta ascendente, con una melodía acompasada que no necesita de grandes picos para ser efectiva.

El estilo es algo similar: hay coherencia y compatibilidad entre lo descriptivo y lo personal, así como entre lo popular y, digamos, lo elegante o poético. Y no está exenta de vocabulario local, con sus arcaísmos y sus nuevas articulaciones. Gracias a Lola Ortiz he descubierto el término fukú. Sólo por eso ya habría merecido la pena leer el libro. Pero también ha merecido la pena por otros aspectos algo importantes: la conseguida ambientación, la profundidad del desarrollo personal o la complejidad psicológica de los personajes. Por citar algunos ejemplos.

Ah. Cómo no. También por lo estupenda que es la portada de Cecilia Díaz (@helloceciliadiaz).

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