La escritora zaragozana publica la novela gráfica de El infinito en un junco, ilustrada por el artista catalán Tyto Alba
“Siempre me asusta escribir las primeras líneas, cruzar el umbral de un nuevo libro. Cuando he recorrido todas las bibliotecas, cuando los cuadernos revientan de notas enfebrecidas, cuando ya no se me ocurren pretextos razonables, ni siquiera insensatos, para seguir esperando, lo retraso aún varios días durante los cuales entiendo en qué consiste ser cobarde”.
Irene Vallejo siente, por su proceso creativo, el mismo respeto que experimentan quienes la reseñan. La página en blanco no solo impone a los escritores consagrados. Reflexionar sobre un libro se vuelve imposible cuando sus párrafos son, a ojos del lector, inmejorables en cuanto a forma y contenido. En esas ocasiones, cualquier apunte parece anotaciones a lápiz en los márgenes que no dicen más allá de lo explicado en la obra, aunque con otras palabras. El autor de dicho libro quizá no pueda perfeccionar su creación, pero sí expandir el universo ya forjado.
La escritora zaragozana ha ampliado su galaxia de papiro y tinta en su nueva publicación, la novela gráfica de El infinito en un junco, Premio Nacional de Ensayo 2020. Esta distinción del Ministerio de Cultura es uno de los muchos galardones que conforman su extenso palmarés. Solo en el último año, ha sido condecorada con el Premio Wenjin Book Award, la Medalla del Justicia de Aragón o el Premio «Personaje del Año» 2023, otorgado por la Asociación Mundial de Periodistas.
“Cuando estás en la cima del mundo, no hay favores excesivos”. Al inicio de su libro más famoso, Irene Vallejo cuenta cómo Ptolomeo II quiso fundar la Biblioteca de Alejandría en colaboración con los soberanos de cada país de la Tierra. En su momento de mayor renombre, la filológa ha aúnado fuerzas con el ilustrador Tyto Alba para lograr otra empresa encomiable: dibujar toda una investigación sobre el nacimiento de la literatura.
Una historia de letras y color
El pincel del artista catalán se amolda a la narración de su compañera. Cuando ella habla de guerra, la sangre de civiles y soldados tiñe las páginas. Entre los capítulos del ensayo, emerge el retrato de numerosos escritores como Safo, H.P. Lovecraft o Salman Rushdie para empatizar con su rostro además de su palabra.
Entre los renglones, diversos nombres propios conviven con los allegados de la autora. Su hijo Pedro o Paco Goyanes, fundador de Cálamo, una de las librerías más célebres de la capital aragonesa, aparecen en las viñetas. El infinito en un junco combina los treinta siglos de historia del libro con las anécdotas personales de su creadora. Si recuerda cómo su madre le leía cada noche de su infancia, el lector se siente intruso en la intimidad del cuarto gracias a la luz tenue que ilumina las ilustraciones. En cambio, si Irene Vallejo denuncia su experiencia como víctima de acoso escolar, la paleta cromática de Tyto Alba explora los grises y acompasa la tristeza de aquella niña incomprendida.
El arte pictórico y la literatura son viejas aliadas. En la Prehistoria, la escritura aún era un sueño por concretar. Los primeros seres humanos reforzaban la oralidad de sus relatos con esbozos en las paredes de las grutas. Los artistas góticos encontraron en las vidrieras una manera de instruir en la Biblia a los campesinos analfabetos. En el siglo XIII tiene su origen marginal el cómic, pues empiezan a dibujarse miniaturas y motivos selváticos en los márgenes de los antiguos manuscritos. Irene Vallejo y Tyto Alba cierran el círculo: el arte que un día se transformó en palabras vuelve a su forma de origen para explicar cómo esas mismas palabras nacieron y formaron la literatura. Cuando lo pictórico no fue suficiente para expresar la abstracción del pensamiento, la humanidad se sirvió de la exactitud de la narración escrita. En la novela gráfica de El infinito en un junco, el dibujo se convierte, de nuevo, en el salvavidas de las letras. Las ilustraciones amenizan la densidad característica del ensayo.
El junco que lucha contra la corriente
“El libro ha superado la prueba del tiempo, ha demostrado ser un corredor de fondo. Cada vez que hemos despertado del sueño de nuestras revoluciones o de la pesadilla de nuestras catástrofes humanas, el libro seguía ahí”. Irene Vallejo resiste a los cambios de la vida con resiliencia libresca. Redactó su ensayo en los descansos en los que abondaba el hospital, donde permanecía recluída por la delicada salud de sus familiares. La misma obra que fue concebida como despedida del mundo literario la coronó como una de las voces más prometedoras de nuestro tiempo.
La escritura se adapta a cualquier metamorfosis y además, tiende a salir ilesa. Los derrotistas que llevan décadas augurando la muerte del libro no habrán dado crédito al ver que un ensayo sobre el nacimiento de esos mismos libros arrasa en ventas y lucha por convertirse en un clásico. Sin embargo, en este caso la etimología explicada en la obra no acierta a definirla. Classici proviene del término romano utilizado para designar al estamento pudiente de la sociedad, pero Irene Vallejo no ha contado con privilegios de partida. Su trabajo inagotable confluye, esta vez, con el talento de Tyto Alba. El cómic de El infinito en un junco revitaliza el panorama literario para disgusto de los agoreros y deleite de los reseñistas, que saben que la obra de Irene Vallejo aún tiene muchos desafíos por plantearles.