A medio camino entre lo que eramos y lo que seremos
No existe mayor mentira en el ser humano que el presente. La idea de que el momento de ahora debe ser palpable y merecido, digno de un epitafio que rece en una verde colina carpe diem. Pero hoy no sería hoy sin el recuerdo de mañana. Porque cada instante del presente que vivimos no logra deshacerse del sabor amargo de la nostalgia y hasta existe quién decide en vida su mensaje lapidario, para asegurarse un suspiro fugaz cada vez que alguien dice en voz alta su nombre.
El sabor de la miel, el comienzo de una película patrocinado por el fin del bote de palomitas, la hierbabuena recién cortada sobre la lima, las manos frías que envuelven la taza de café, el cruce de la mirada de un niño o el masaje que hacen los dedos sobre los sacos de lentejas del mercadillo. No dejan de ser recuerdos. Pequeños logros de un presente que parece cobrar más valor en el momento en que se encerró en el pequeño frasco del tiempo, como aquellos girasoles trazados en óleo que solo vieron el sol cuando el pincel que los pintó no volvería a alzarse jamás. La tragedia de Van Gogh deja una sutil marca de agua en nuestras fotografías: el recuerdo mantiene con vida el ahora. Vivimos para poder recordar algún día, con un pie en el vagón de mañana.
Siempre llevo mi pequeña cámara encima y a veces reflexiono si lo hago por amor al instante o por temor al futuro. Creo que es un pequeño amuleto que llevo colgado en honor a todos aquellos huecos de mi tiempo que no puede inmortalizar. En honor o in memoriam, mejor dicho. Perder un recuerdo y condenarlo al olvido es la otra cara de las publicaciones en internet. Vivimos, crecemos, amamos y sentimos tan rápido que corremos el riesgo de no tener memoria para todo. Así que fotografiamos, escribimos, pintamos y compartimos nuestro presente como colchón del futuro, porque la nostalgia nos hará llorar, pero la sequedad del olvido no permite billete de vuelta.
El documental “Ainhoa, yo no soy esa” se hizo gracias a el material de archivo de una familia que filmó, grabó y fotografió su vida cotidiana durante muchos años (véase fotografía). Y con él los recuerdos de la protagonista, Ainhoa Mata, una joven vasca nacida en los noventa que en 2006 decidió quitarse la vida. En aquella época en la que la imagen no ocupaba un lugar como el de hoy, su padre decidió por alguna razón que debían permanecer en la memoria familiar. Incluso Ainhoa recopiló sus reflexiones en sus diarios, cómo si una parte de ella supiese los días no se alargarían para siempre. Cómo si hubiese desvelado el acertijo del presente y su próxima meta fuese vivir en aquellas letras e imágenes en un futuro.
Hoy todos los que hemos visto el documental suspiramos cuando el nombre de Ainhoa resuena en voz alta, porque esas cintas de super 8 también encierran nuestra nostalgia. Conversaciones entre amigos que dicen entrelíneas “el tiempo pasado siempre fue mejor”, aunque no sepamos distinguir aquellos recuerdos de nuestra memoria y aquellos que se crearon en nuestra cabeza a través de una fotografía reveladora. Y, aun así, recoger las migas de pan del pasado parece ser nuestro pequeño fetiche, porque nada da más paz que aquello que no depende de nosotros mismos. Lo que ya pasó permanece ahí intacto, algo místico e inalterable que solo hay que aceptar. El presente juega en otra liga.
Ayer levanté la mirada de mi diminuta cámara y me fijé en una señora que leía un menú en uno de los restaurantes del puerto pesquero de Cudillero. No debía de tener menos de 60 años y un tatuaje en su muñeca decía tempus fugit. Desde entonces intentó averiguar si es una cicatriz del pasado, una deuda del presente o una moneda de cambio con lo que vendrá mañana.