Desde aquel histórico 8 de marzo de 2017, el feminismo ha abandonado su condición de marginalidad y se ha colocado en el centro de la conversación pública, infiltrándose en las instituciones y convirtiéndose en una bandera a enarbolar por parte de grandes empresas. El simbólico cambio de nombre que ha tenido este día —de Día de la Mujer Trabajadora a, simplemente, Día de la Mujer— ilustra perfectamente cómo este movimiento corre el riesgo de convertirse en una lucha de las élites.
Uno de los mayores daños de los que adolece el feminismo hegemónico es focalizarse en exceso en las preocupaciones de las mujeres profesionales de clases acomodadas, siendo un ejemplo claro y actual es la recién anunciada ley de paridad. Aunque es obvio que corregir las desigualdades salariales y reivindicar la presencia de mujeres en puestos de poder es importante, es incorrecto e inefectivo achacar las causas de la brecha salarial a una menor presencia femenina en puestos ejecutivos. La prioridad no puede ser contar cuántas directivas hay en las grandes empresas o cuántas diputadas hay en el congreso, cuando las verdaderas causas de la desigualdad se encuentran en los estratos más bajos de la sociedad. Los trabajos peor pagados son aquellos que tradicionalmente están ocupados por mujeres: limpiadoras, empleadas de hogar… pero las instituciones deciden colocar sus reivindicaciones en un segundo plano en favor de otras que quedan mejor de cara a la galería.
La apropiación del feminismo por parte de las grandes empresas, que no dudan un segundo en teñir sus logos de morado y presumir de defender los valores de igualdad —independientemente de cuáles sean las condiciones de sus trabajadoras—, también conlleva que se asuma que este movimiento es compatible con el neoliberalismo. La ideología neoliberal, como bien expone Ana de Miguel en su fantástico ensayo Neoliberalismo sexual, defiende la mercantilización de cualquier ámbito de la vida, incluyendo el cuerpo de las mujeres. Ningún feminismo debería comprar la idea de que los cuerpos de las mujeres se pueden convertir en un bien de mercado, por lo que la abolición de la prostitución y de la explotación reproductiva deberían volver a convertirse en una prioridad en la agenda feminista.
En definitiva, si las feministas desean que este movimiento recobre la fuerza transformadora que siempre lo ha caracterizado, es fundamental que éste se encargue de cuestionar las dinámicas capitalistas que tanto han perjudicado y perjudican a las mujeres. No se puede hacer caer el patriarcado sin también poner en duda el sistema económico que lo respalda y protege.