Cuando todo se mide en cifras, leer, pensar y sentir se vuelve un acto de resistencia
Eran casi las nueve de la noche de un caluroso día de octubre en Sevilla. El cansancio se acumulaba y la participación en clase se volvía cada vez más escasa, casi inexistente.
En la asignatura de escritura creativa no solo exploramos literatura: a través de su vasto mundo descubrimos, con cierta humildad, que creemos dominar nuestro idioma y, sin embargo, apenas sabemos cómo utilizarlo. Tropezamos con sus propias reglas: la puntuación, la gramática, la ortografía que nos delata. Con frecuencia nos damos cuenta de que desconocemos incluso los cimientos de nuestra propia lengua.
Vivimos en una época en la que todo se mide en cifras: productividad, rendimiento, salario y eficiencia. En medio de toda esa lógica económica, las humanidades parecen haber sido relegadas a una categoría inferior. No producen ganancias inmediatas ni inventan aplicaciones revolucionarias. Sin embargo, quizá sean precisamente ellas las que nos recuerdan algo esencial: que no todo lo valioso puede medirse.
La frase “La utilidad de lo inútil” del filósofo italiano Nuccio Ordine debería ser un recordatorio incómodo para nuestra sociedad: valoramos solo lo que se puede contar, medir o vender. Leer, reflexionar, crear o pensar críticamente construyen la profundidad de una cultura, sostienen la ética y mantienen viva la sensibilidad colectiva. Pero en un mundo obsesionado con la rentabilidad y los resultados tangibles, quienes cultivan las humanidades son invisibles, relegados a un segundo plano, como si su contribución fuera irrelevante.
Se aplaude al ingeniero, al programador, al analista de datos —lo que se conoce como “gente de provecho”— y se mira con condescendencia a quien elige literatura o filosofía. Este desprecio empieza desde niños. Celebramos al que saca buenas notas, al que resuelve problemas de matemáticas, al que produce resultados medibles. Apenas reconocemos al que se emociona con un poema, al que debate ideas, al que se atreve a pensar más allá de un cálculo. Se nos enseña que ser “de letras” es fácil, que no exige rigor, que es menos útil que la ciencia. Así crece la idea absurda: si vales para ciencias eres inteligente, si no, siempre te quedarán las letras.
Escuelas y universidades reproducen esta lógica: se recortan horas de lectura, se prioriza la empleabilidad, se confunde formar personas con entrenar empleados. Y el resultado es catastrófico: una sociedad que desprecia las letras pierde pensamiento crítico, sensibilidad, profundidad. Perdemos la capacidad de preguntarnos, de imaginar, de entender, de ser humanos. Celebramos algoritmos y cifras, pero ignoramos lo que realmente sostiene nuestra cultura y nuestra conciencia.
“Es que se está sacando una ingeniería”, como si esa frase lo dijera todo sobre el valor de una persona. Mientras tanto, quien estudia filología, filosofía o literatura es automáticamente considerado menos capaz. Se da por sentado que las letras son fáciles o irrelevantes, mientras que las ciencias se elevan a la categoría de auténtico mérito.
Esta visión superficial y utilitarista desprecia por completo la profundidad del pensamiento crítico, la creatividad y la sensibilidad que se cultivan en las humanidades, como si todo lo que no pueda medirse en fórmulas o algoritmos careciera de importancia. Así se consolida una sociedad que aplaude la productividad, pero ignora la inteligencia y la riqueza cultural.
Resulta paradójico: nunca hubo tanta gente con títulos universitarios y, sin embargo, tan poca cultura literaria. Muchos jóvenes apenas leen fragmentos en redes, se informan por titulares y escriben con faltas ortográficas que evidencian la desconexión con su propio idioma. Lo más inquietante es que esa carencia se encuentra incluso entre quienes estudian disciplinas científicas o técnicas. Es frecuente encontrar ingenieros, médicos o economistas con un dominio brillante de fórmulas y métodos, pero incapaces de redactar con claridad o comprender un texto complejo.
Resulta tan sorprendente como alarmante que, al mencionar nombres que deberían formar parte del patrimonio cultural de todos, el silencio se imponga. Muchos desconocen quién se oculta tras Dulcinea del Toboso, la mujer idealizada por Cervantes; otros ignoran que jamás podremos ubicar al autor del Lazarillo de Tormes, creador del primer relato picaresco español. Son también demasiados quienes desconocen el legado de Miguel Hernández y cómo su mente se iba deteriorando mientras escribía cartas a su esposa desde la cárcel, o la imprescindible narrativa de Almudena Grandes, que nos enseñó a mirar nuestra historia con empatía y coraje.
El talento de autores contemporáneos como Luis García Montero o Clara Janés pasa inadvertido, al igual que la labor esencial del Instituto Cervantes en la difusión y preservación de nuestro idioma y cultura. La sociedad ignora a quienes construyen sensibilidad, pensamiento crítico y la riqueza simbólica que nos define como seres humanos.
Esto no es una crítica al conocimiento científico, sino a la pérdida del equilibrio entre razón y palabra. Saber calcular una derivada o programar un algoritmo no sustituye la capacidad de expresar ideas, interpretar un contexto o cuestionar el sentido ético de lo que hacemos. Una persona puede diseñar un sistema de inteligencia artificial, pero ¿de qué sirve si no entiende la historia, la filosofía o la lengua que le permiten pensar críticamente sobre su creación?
Como recordaba Ordine, “defender lo inútil significa defender la gratuidad, la generosidad, la belleza y el saber como bienes esenciales para la vida”. Las cosas más necesarias son, a los ojos del mercado, inútiles. Defender las letras no es un gesto nostálgico, sino un acto de resistencia. No se trata de oponer humanidades y ciencias, sino de recordar que una sin la otra se vuelve ciega. Las máquinas podrán escribir poemas, pero no entenderán por qué un poema puede salvarnos.
La ortografía, la lectura, la escritura y la reflexión son los ejercicios que el sistema desprecia y los que nos permiten pensar mejor, comunicarnos con precisión y habitar el mundo con sensibilidad. No hay progreso posible si olvidamos las palabras que lo nombran.
Reivindicar las humanidades es recuperar la capacidad de mirar más allá de la utilidad inmediata. Quizá no generen riqueza, pero sí generan sentido. Y eso, en el fondo, es lo más valioso que puede ofrecer el conocimiento.

