No llevaban armas, tan solo una cámara y una libreta porque aquella no era su guerra, y aún así, murieron como soldados
Ricardo Ortega, Miguel Gil Moreno, James Foley, David Beriain, Roberto Fraile, Robert Capa, José Couso, Julio Fuentes…, y una lista interminable de historias que avanzaron hacia el humo, los disparos y la guerra, porque sabían que si ellos no miraban, nadie más podría hacerlo.
Ser corresponsal de guerra es enfrentarse al horror para mostrar realidades que otros no son capaces de ver. Cada fotografía, cada historia, implica un riesgo físico y emocional que, a menudo, los profesionales corren con tal de mostrar la verdad. Avanzar, capturar el momento o aguardar son muchas de las decisiones que toman cada día. Sin embargo, su peligro no termina en el campo de batalla con las balas y las bombas. Los secuestros, las extorsiones, el estrés postraumático y las cicatrices —las visibles y las invisibles— los acompañan en su vida diaria.
Según un informe de la UNESCO, el 85% de los casos de asesinatos a periodistas permanecen impunes. En muchos países, matar a un periodista no conlleva consecuencias. En el mejor de los casos se inicia una investigación, pero estas historias suelen quedarse en un vacío legal, sin obtener justicia.
Ricardo Ortega, periodista español de Antena 3, falleció en Haití en 2004 mientras cubría el golpe de Estado contra el presidente Jean-Bertrand Aristide. Casi tres años antes, cubría el noticiero del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. «¡La otra torre, Ricardo! ¡La otra torre!», se escuchaba a Matías Prats, presentador del informativo, cuando un segundo avión se estrellaba contra el World Trade Center. Un instante que lo cambiaría todo.
Miguel Gil Moreno, previo abogado y posterior corresponsal de guerra, arriesgó su vida en numerosas ocasiones para demostrar los horrores que se vivían en las batallas. Una emboscada guerrillera en Sierra Leona acabó con su vida el 24 de mayo del año 2000.
Robert Capa, el fotoperiodista bélico más destacado del siglo XX, murió en Indochina tras pisar una mina mientras capturaba en imágenes la deshumanización del momento.
James Foley, fotoperiodista estadounidense, fue asesinado en Siria tras su secuestro durante la cobertura del conflicto. Su ejecución fue filmada y difundida.
Julio Fuentes, corresponsal de guerra del periódico El Mundo, fue asesinado el 19 de noviembre de 2001, días después de conseguir una exclusiva en Afganistán. La red terrorista Al Qaeda, responsable unos meses antes del atentado del 11S, había abandonado en una de sus bases 300 ampollas etiquetadas como gas sarín. «Osama Bin Laden tiene en su poder armas químicas y nucleares» escribía Fuentes, en la que sería su última crónica.
Su labor abre un debate ético: ¿cómo mostrar el dolor sin victimizarlo? ¿Cómo capturar el horror de una guerra sin atentar contra la dignidad de las personas? ¿Hasta qué punto es ético fotografiar un llanto? Es el periodista el que interpreta y filtra lo que ve, el que decide qué contar y qué guardar. Y, en esos instantes, la moralidad juega un papel fundamental.
Su legado y la responsabilidad de sacar a la luz la verdad nos recuerdan el valor de la información. Detrás de cada noticia hay un proceso complejo por el que el periodista investiga y contrasta datos y fuentes para ofrecer un relato veraz. Sin embargo, estos valores parecen disiparse con la era de la inmediatez y las fake news, en la que se escoge antes la cantidad y la velocidad que la calidad. La figura del corresponsal adquiere hoy más valor que nunca. Su trabajo recuerda que la información es un derecho que exige principios firmes y una responsabilidad ética y moral que siempre deben ir por delante.

