
Hoy, 22 de febrero, recordamos la figura del poeta y periodista noventayochista
Antonio Machado (1875-1939) desarrolló su arte sobre todo en el ámbito de la poesía, aunque no solo se dedicó a ella. Es el autor de algunos de los poemas que se mantienen en el imaginario de casi todo español, como La saeta, que se sigue cantando aún hoy en las procesiones de Semana Santa.
Su popularidad se debió no solo a la calidad de sus versos, sino también a la de su persona. No fueron pocas las veces en las que se refirieron a él como un hombre bueno, y los españoles así lo sentían. Miguel de Unamuno lo describió como “el hombre más descuidado de cuerpo y más limpio de alma de cuantos conozco”. En su famoso discurso El poeta y el pueblo, respondía así a la pregunta «¿Piensa usted que el poeta debe escribir para el pueblo?»:
“[…] Escribir para el pueblo es, por de pronto, escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla, tres cosas de inagotable contenido que no acabamos nunca de conocer. […] En cuanto a mí, mero aprendiz de gay-saber, no creo haber pasado de folklorista, aprendiz, a mi modo, de saber popular”
Como miembro de la Generación del 98, una de sus grandes inquietudes era esa España destrozada pero a la vez querida. Contemplativo y soñador, retraído y preocupado por el paso del tiempo, Antonio Machado se convirtió en un símbolo de la literatura española. Su influencia continúa vigente, como vemos por ejemplo en el disco de Joan Manuel Serrat, Dedicado a Antonio Machado, poeta, editado coincidiendo con el 30 aniversario de su muerte.
Una vida entre Sevilla y Collioure
Machado nació en 1875 en Sevilla y se trasladó junto a su familia a Madrid con solo ocho años. Allí fue alumno de la Institución Libre de Enseñanza (ILE), donde desarrolló su gusto por el teatro, la pintura, el periodismo y las corridas de toros. Tras las muertes de su abuelo y su padre y las dificultades económicas que acarrearon, su hermano Manuel y él se empezaron a abrir paso en la vida bohemia de la capital española. Como apasionado al teatro, perteneció a la compañía de María Guerrero como meritorio. Sus primeras obras las firmaba con el seudónimo Tablante de Ricamonte, nombre que tomó de un libro homónimo de caballerías escrito en el siglo XVI.

En sus numerosos viajes a París con su hermano, conocieron a Oscar Wilde, que solo dedicó buenas palabras a su obra, y a Rubén Darío, y trabajaron una temporada para la editorial Garnier. A su regreso a Madrid en 1903 publicó Soledades, recibió una cátedra de francés en Soria en 1907 y publicó Soledades, Galerías y otros poemas. En 1909 se casó con Leonor Izquierdo, una chica de 15 años que moriría de tuberculosis tres años después, cuando publicó Campos de Castilla. Junto a su hermano Manuel, escribió obras de teatro que escapaban de los límites comerciales impuestos entre los años 20 y 30, como La Lola se va a los puertos o Las adelfas. Pero por mucho que ejerciera como dramaturgo, la huella de la poesía no desaparecía, muchas de sus obras estaban escritas en verso.

En los años de la Segunda República colaboró con el diario El Sol, creado por Ortega y Gasset. Cuando estalló la Guerra Civil tuvo que evacuar Madrid, se fue con su madre a Barcelona, y de ahí a Valencia, donde escribió su último libro: La Guerra. Huyendo de ella, tuvieron que exiliarse en Collioure, Francia, donde murió tal día como hoy, el 22 de febrero de 1939. En su bolsillo encontraron un papel con un verso que quedará para siempre en la memoria: “Estos días azules y este sol de la infancia”.