Un Estadio Metropolitano a rebosar albergó un nuevo capítulo para la historia del rap, con Fer y Gonzalo como escritores
Como nunca, y a la vez como siempre. Esa frase podría resumir con precisión el concierto de Natos y Waor en el Estadio Metropolitano. Porque lo del sábado fue una oda a la calle, a los comienzos humildes, a la autogestión con sabor a cerveza barata y a la gloria ganada a pulso. Pero también fue una superproducción monumental, de esas que solo se permiten las leyendas. La historia de dos chavales que salieron de Aluche y Torrelodones, que cruzaban media España en un Renault Megane, ahora capaces de reunir a 60.000 personas en el mismo escenario que pisa AC/DC o Ed Sheeran. Y aun así, seguir sonando como si cantaran en La Traba.

El ambiente, desde medio día antes, ya era otro. En los vagones del metro, chavalas y chavales con camisetas de futbol tuneadas con Piratas e Hijos de la Ruina teñían los aledaños del Metropolitano, tanto en los alrededores como en sus conexiones ferroviarias. Desde Méndez Álvaro hasta Avenida de América, y desde ahí a Las Musas. Las zapatillas eran deportivas, los pendientes de aro y las miradas nerviosas. En esas caras había orgullo, expectativa y memoria por ver a Natos y Waor.
Con poco menos de media hora de retraso, ante un estadio antaño olímpico que a punto colgaba el cartel de lleno, apareció el dúo acompañado de un coro encapuchado. Bajo túnicas y túnicas prendieron la fumata blanca de la Misa de Entronización. Esta vez no era un pontífice, sino dos, y con tatuajes talegueros. El tronazo lo dieron los cañones de Piratas, seguido de una sucesión de sones clásicos, nostálgicos y para los «reales».

Acto seguido, llegaron los invitados, que fueron muchos y variados. Desde Costa hasta Naiara, pasando por Chamán, Hoke, Delaossa, Walls, Miguel Campello, Fernando Costa, Recycled J o SFDK, cada aparición fue una celebración coral de la escena urbana española. El público, que no necesitaba presentación, lo cantaba todo. Lo sabían todo. En Martes 13, cuando los micros fallaron, fue el estadio quien sostuvo la canción. Y ahí estaba el alma del rap: resistir, improvisar, salir adelante con lo que se tiene.
Un sello underground para todo tipo de música
En la cálida noche del Metropolitano, en el concierto de Natos y Waor hubo espacio para cuerdas, para banda en vivo, para techno, para barras durísimas y para emoción descarnada. Lo nuevo se mezcló con lo clásico, lo experimental con lo callejero. Lo real se impuso siempre. El anuncio de un nuevo volumen de Hijos de la Ruina —con adelanto de uno de los temas, Madriz, y su consiguiente gira— fue uno de los momentos de mayor euforia. Pero lo que quedó grabado no fueron solo las canciones, sino los gestos: las dedicatorias entre ellos, el agradecimiento a un equipo que ha crecido con ellos, la confesión de que no lo esperaban, de que esto, este estadio lleno, era un «sueño inimaginable».

Sí, el sonido tuvo altibajos. Sí, el tamaño del lugar hizo difícil mantener la conexión para los menos entregados. Pero poco importó. Porque para los suyos —y los de Fer y Gonzalo son muchos— aquello fue más que un concierto: fue una declaración de principios. De que se puede llegar alto sin perder el suelo. De que el orgullo de barrio no se evapora, solo cambia de escenario.
Al final, con Bicho raro, Cicatrices y Es como la cocaína, el Metropolitano fue una caldera en combustión final. No hubo bis fingido. No hizo falta. Lo que se vivió fue tan grande, que solo se podía terminar en alto. Natos y Waor se despidieron como empezaron: con las tripas, con la verdad y con el corazón en la mano. Como nunca en sus vidas, y a la vez, como han hecho desde hace 15 años.

