Nunca he creído en el concepto de familia tradicional, en esas familias que son como clanes. Aquellas que cuentan con una unión tan íntima que es casi imposible entenderlas. Es algo que me queda extremadamente ajeno y lejano. Tampoco en esa idea de «la sangre por la sangre». Qué estupidez. Ni que por compartir sangre tengas que, sistemáticamente, gozar de una afinidad total con aquellos individuos con una genética similar a la tuya. Nada más lejos de la realidad.
Hace un tiempo leí una entrevista que le hicieron a la siempre admirable Valeria Vegas, en la que le preguntaban precisamente acerca de dicha cuestión. El entrevistador le preguntó lo siguiente: «¿Los lazos de sangre nos atan para la eternidad o es posible desanudarlos o cambiarlos por velcro?» Su respuesta fue simple pero contundente: «Creo poco en la eternidad, y mucho en el velcro. Los lazos te pueden salir bien, pero la opción de poder elegir siempre es victoriosa. Se lo aseguro».
«Creer mucho en el velcro y poder elegir». Nunca había concebido las relaciones interpersonales así. Pero es una metáfora realmente válida y acertada. Toda la vida he dado con personas que, por fortuna del destino, se han unido a mí precisamente de ese modo, siendo ellos una cara del velcro y yo la otra. Esos lazos han podido resistir mejor o peor el paso del tiempo, pero sin duda ha ocurrido como con el velcro: se pueden hacer, deshacer y rehacer. Elegir según considere la vida.
La sangre no nos une ni una mísera parte de lo que lo pueden hacer otras facetas de la vida. Nos puede unir el sentido del humor, los gustos musicales, la ideología política —que, por supuesto, es algo determinante, y quien diga lo contrario o bien miente o no ha tenido que ver jamás sus derechos fundamentales en riesgo—, el bagaje cultural, los referentes, las expectativas de futuro… una infinidad de factores que pueden hacer que nos unamos a otros hasta de manera consciente y premeditada, pero también siempre sana y sincera.
Aunque también nos puede unir la casualidad, a pesar de que soy un poco reticente a creer en la misma. Pero el vivirlo en primera persona, me hace dudar de mis propias creencias.
En ocasiones he dado con personas que sencillamente había deseado que llegaran a mi vida. No podía ponerles cara en mis pensamientos, pero solo sabía que quería dar con ellos. Y el poder finalmente humanizarlos, ponerles rostro, es de lo mejor que me ha pasado. Siempre recordaré esas tardes, esos cafés, esas cervezas que solo eran un pretexto para desarrollar algunas conversaciones en las que se nos hacía de noche sin darnos cuenta. Esas horas en las que la vida era un poquito mejor. Aprendí de cultura, teatro, historia, teorías sociales, pero sobre todo aprendí de la vida, sobre lo que significaba verdaderamente tener una familia.
No soy partidario de la eternidad, pero el tiempo que esté en este mundo pienso unirme incondicionalmente a quienes la vida me ponga por delante.
Porque no somos únicamente nosotros mismos, sino nosotros y nuestras circunstancias, como decía Ortega y Gasset. Y las mías no han podido ser mejores.