La falta de ética y la búsqueda insaciable de dinero deforman la realidad y la dignidad humana como nunca antes
Abro TikTok como de costumbre, buscando algún contenido que valga la pena y que vaya más allá de un simple «POV» o de algún que otro trend al que la sociedad haya decidido dar importancia.
Veo algún que otro meme mínimamente gracioso —los mejores siempre aparecen en el momento más inoportuno— y me doy por vencido. Deslizo hacia abajo una vez más y me encuentro con algo de lo que había oído hablar, pero que, por suerte o por desgracia, no había atestiguado con mis propios ojos: ahora TikTok también es un escaparate. Y lo peor de todo, demuestra mejor que nunca que la desesperación humana no conoce límites.
Se supone —sin ser yo experto en la materia— que las estrategias de marketing deben aplicarse en base a unos criterios, a unas ideas que la marca quiere vender, además del producto en sí mismo. Si vemos un perfume anunciado a través de un método más tradicional —un spot publicitario, digamos— lo indispensable, además del propio perfume, es un mínimo de preocupación por la estética y el gusto. Un anuncio visualmente atractivo a través del cual se proyecta una renovación total de cualquier individuo que use el producto.
El olor no es solo un olor, dejas de ser tú mismo para convertirte en lo que siempre has soñado ser. Irreal pero agradable, desde luego. De no ser así, no funcionaría. Si el anuncio surte efecto, en parte será por esa preocupación por los detalles, por ese mimo hacia un fragmento audiovisual de tan solo unos pocos segundos de duración. TikTok, con nueva plataforma de venta, ha decidido omitir todo eso de manera manierista y lúgubre, dando total libre albedrío a sus usuarios. Pero es ahí donde reside el problema.
Si bien es cierto que las marcas y las agencias de publicidad se han dado cuenta de que la publicidad, generada por figuras que promueven cercanía en el entorno digital, funciona bien y es más barata, la universalidad que ha proporcionado TikTok Shop a los usuarios resulta escandalosa a estas alturas. No estoy en contra de una buena promoción centrada en la figura de un influencer al uso —me puede dar pereza, desde luego— pero la mayoría de anuncios con los que me topo en la red social más utilizada del mundo actualmente, más que ganas de comprar, me generan una mezcla entre compasión y preocupación genuina por los anunciantes.
Compasión porque comprendo que la creación de vídeos que rozan lo esperpéntico no nace de una vocación audiovisual innata, sino más bien de la promesa de un dinero fácil; siendo esto el mayor problema con el que cuenta la plataforma. Siempre se ha dicho que «por dinero baila el perro» pero ¿hace falta que en vez de bailar, el perro se dedique a promocionar un mueble metálico por menos de veinte euros, sin tener ni la más remota idea sobre qué está enseñando? Casi que mejor se dedique a bailar, pero conservando la dignidad, ¿no?
TikTok ha decidido no solo dar libre albedrío, sino también hacer la vista gorda. La universalidad ha arrastrado consigo a la ética. La plataforma, con su objetivo último de crear contenido «monetizable», se convierte en un espejo deforme que proyecta la miseria humana. Ahora, en vez de ver al perro bailar, lo vemos obligado a vender su alma y, en ocasiones, su dignidad para llegar a fin de mes. El resultado es miserable, y la desesperación se viste de performance.
Es aquí donde la plataforma asume el papel de un productor amoral, porque permite y, peor aún, premia con visibilidad este circo de lo grotesco. Esta nueva realidad nos remite, irremediablemente, al concepto de lo esperpéntico de Valle-Inclán: deformar sistemáticamente la realidad para mostrar su lado más ridículo, trágico y cruel.
TikTok Shop no solo vende un mueble metálico por veinte euros, sino que nos vende un espectáculo triste donde la figura humana es rebajada a un muñeco de trapo que grita y se humilla frente a una cámara. La dignidad no solo se pierde en el baile, sino que se liquida por la promesa de un algoritmo que exige cada vez más locura y menos decoro.

