¿Reconciliación, reconocimiento o en disputa por su propia biografía?
Tras cinco años de árido exilio en Abu Dabi, el rey emérito publicará sus memorias en diciembre de este año. Juan Carlos I cumplirá ochenta y ocho años en enero de 2026. Su padre, el rey Don Juan, murió con ochenta y nueve, y es poco probable que él ignore ese dato.
Según la sinopsis, su padre le aconsejó no escribir nunca unas memorias: era algo impropio de un rey. Claro que don Juan —el “cero a la izquierda más importante de España”, según Carrillo— tampoco fue ejemplo de autoridad. El joven Juan Carlos, o “Juanito”, como lo llamaban entonces, escucharía con atención aquel consejo paterno. Pero hoy, con más recuerdos que futuro, no acepta ser juzgado por la Historia tal y como lo está siendo. Por eso publica Reconciliación.
Se le conoce coloquialmente como el campechano. Nada más lejos de la realidad. El rey emérito es un personaje redondo, complejo, lleno de ambivalencias, un hombre repleto de vulnerabilidades y sombras.
Peón, alfil, rey
Juanito nació en Roma y, con apenas diez años, fue separado de su familia para ir al “cole de Franco”. Antes de ser rey, e incluso antes de ser príncipe, fue un peón: una pieza de ajedrez disputada por su padre y por el dictador. En España se crió sin el calor de papá, sin opulencia y bajo los oscuros principios del nacionalcatolicismo. La muerte accidental de su hermano —en la que él estuvo implicado— marcó un antes y un después en una personalidad aún frágil, con solo dieciocho años.
El constante tira y afloja entre su padre y Franco marcó una infancia, una adolescencia y una juventud tensas. Ya en los años sesenta, el joven príncipe comenzó a ganarse un lugar en el tablero para llegar algún día a ser rey de España. Se casó con Sofía, tuvo hijos y se dejó ver en los círculos del régimen. Poco a poco, fue sumando puntos.
Así dejó de ser un peón para convertirse, al menos, en un alfil. La fría estrategia del dictador buscaba enfrentar a don Juan con Juanito. Papá veía cómo su hijo iba a arrebatarle la corona y a saltarse la línea sucesoria por la gracia del Caudillo. En 1969, fue nombrado sucesor en la jefatura del Estado y, seis años después, murió Franco.
Capitanear el Estado español hacia la democracia
Según los adelantos de sus memorias, antes de morir, el generalísimo le advirtió que su única obligación sería preservar la unidad de España. El Rey, realista e influido por las ideas liberal-demócratas de su padre, emprendió entonces un turbulento y angustioso viaje: la Transición española. Comprendió que debía estar con su pueblo y, cuando en enero de 1977 la gente salió a la calle tras la matanza de Atocha, quiso acompañarlo, aunque fuese desde un helicóptero. Sancionó una Constitución democrática en 1978 y, en 1981, frenó un golpe de Estado. España se hizo juancarlista.
Fue un rey inédito. En 1982 llegó al poder un gobierno socialista que cerró definitivamente los últimos retales de la Transición, y Juan Carlos pudo, por fin, estar tranquilo. Era un jefe de Estado sin más responsabilidades que las simbólicas y representativas: un hombre que le había regalado a España la democracia pacíficamente y que había renunciado voluntariamente a sus poderes heredados. No se le podía pedir nada más. O eso creía él.
Segundo acto
El rey Juan Carlos es, ante todo, humano: tiene ambiciones y tiene líbido, porque no es divino. Cuando se siente respaldado por el pueblo y protegido por la prensa y los grandes partidos políticos, comienza a desbarrar. El Estado marcha solo, con la normalidad de una democracia asentada, mientras él continúa con las labores diplomáticas y castrenses que su cargo aún le exige, dejando tras de sí un reguero de torpezas y excesos.
El emérito mantenía intacta su buena reputación y cumplía con sus actos públicos, mientras cometía sus tropelías durante las primeras décadas de su reinado. ¿Tropelías lícitas? Según quién las juzgue. ¿Compatibles con un cargo público como la jefatura del Estado? Rotundamente no. Cuando las entradas ensanchan su frente y tiene que echar mano de un bastón, los escándalos comienzan a brotar uno tras otro.
Todo se resume en una imagen: el monarca, con gesto abatido, pidiendo perdón por haber ido de caza de elefantes en Botsuana mientras la crisis financiera asfixiaba a los hogares españoles. El rey de la Transición se convertía, de pronto, en el protagonista de su propia caída. Poco después empezaron a confirmarse los rumores y las noticias que antes se habían silenciado. En 2014, abdicó.
Caso Nóos, Corinna Larsen, cuentas en Suiza, fortunas no declaradas, grabaciones de Villarejo, comisiones, amistades con jeques árabes, y episodios antiguos, como el de Bárbara Rey, que aún resuenan en el debate público… una cadena de escándalos que acabó por cercarlo y empujarlo fuera del país. En 2020 partió hacia Emiratos Árabes, oficialmente por motivos personales, extraoficialmente para preservar a la Corona del descrédito. Desde entonces, solo regresa a España para subirse al Bribón en Sanxenxo, como si al gobernar su viejo velero aún pudiera recuperar, por unas horas, el rumbo perdido.
El Enroque
Tras cinco años de exilio, dice sentir que le roban su historia. En busca del favor perdido del pueblo español, el exjefe del Estado ha decidido dedicar unas palabras de gratitud y ternura a Francisco Franco. ¿Con quién quiere reconciliarse Juan Carlos I? ¿Consigo mismo? ¿Cree que le arrebatan su historia y decide arrebatársela también a los españoles, echando por tierra la Transición? ¿Qué pretende? Parece no comprender que la Corona tiene un precio: no puede tener determinados negocios, meterse en otras camas, ni decir abiertamente lo que piensa. Esas licencias son para la plebe, no para él.
¿Qué pensaría Carrillo o Suárez? ¿Qué diría don Torcuato Fernández-Miranda? ¿Y su padre? Probablemente lo mismo que su hijo: que estas memorias son un error. No una reconciliación, sino una pataleta tardía; el gesto de un hombre que, desde su vejez, confunde reconocimiento con redención. En 1977, buscaba unirse, aunque fuese desde un helicóptero, a la pulsión democrática del pueblo.
La decadencia es más triste que lo vulgar o lo despreciable: supone la degradación de algo que alguna vez mereció la pena. Obliga a imaginar una línea descendente, una pendiente negativa por la que se precipita un personaje redondo como Juan Carlos I. Frente a la soledad y el olvido, zarandea la Historia y al Estado en busca de atención, aireando los dramas familiares en sus memorias. Sabe que ya no obtendrá aplausos, pero también que los abucheos duelen menos que el silencio. Juan Carlos I no busca reconciliarse, sino evitar ser olvidado antes o después del jaque mate.
En Roma, Juanito soñaba con ser algún día Juan Carlos I. Hoy, desde Abu Dabi, el emérito vuelve a soñar con ser el Rey de España.

