Sobre el amor incondicional, el duelo íntimo y la delicadeza de ambas
Hace unas semanas fui a los cines de Embajadores motivada por un correo que recibí sobre el festival Eñe, “Festival internacional de literatura y creación. Placer, una reivindicación subversiva”. A ver qué se cuece. Pinta bien.
Se proyectó la película La metamorfosis de los pájaros (A Metamorfose dos Pássaros) de Catarina Vasconcelos, como parte de un ciclo que fusionaba cine y literatura. Estas cosas que, al salir, no llegas a entender por qué serían gratuitas, si por pagar, se paga hasta para orinar en el baño de la estación. Aunque mi amiga dice que la cultura debería ser más accesible, que nos tienen malacostumbrados.
Al finalizar la película, hicieron un coloquio la directora portuguesa y la novelista Sara Torres, creadora de títulos como La seducción o Conjuros y cantos, entre otras. Durante el diálogo, sentí haberlas conocido a ambas muchísimo antes, quizás porque he tenido conversaciones muy similares con mis mejores allegadas, mis amigas. Las dos artífices de sus respectivas obras se mantuvieron equilibradas en una cuerda fina y delicada que no daba la sensación de que se fuera a romper, sino de que solo se alargaba.
Se extendía continuamente con las ideas y preguntas que iban dejando reposadas sobre ella y ellas mismas. La cuerda se tensaba en su forma a medida que el coloquio sucedía. La tensión no en contenido, sino en la manera que adoptó el hilo conductor para ser servido y útil. Proveedor de dudas y curiosidades; espejo de experiencias y recuerdos para muchos de los que estábamos allí sentados.
La pérdida de una madre como punto de partida, unión, viaje, conjunción, duelo… la muerte como esa cosa de los vivos, pues los muertos no saben que lo están —dijeron—. Como invento explicativo a la desaparición inminente y permanente del amor, que posteriormente se idealiza, precisamente por ya no existir en vida. Una figura perfecta: la muerta. Esa necesidad o herramienta. La existencia es una condena a la imperfección. La presencia —haber, estar, hallarse— es la constatación de lo que no coincide con nuestros sueños. La cortapisa.
Ese amor incondicional, en el que uno cree o no, que busca intencionadamente o no, pero que está reservado para que alguien cubra ese hueco. Y si ese alguien marcha, ¿seguiremos en busca de otro alguien? Cuán de necesario es sentir seguridad de tener techado ese cobijo, un amparo, una garantía de que alguien nos quiere, y de manera absoluta.
Y cómo es ese amor: romántico, lúdico, amistoso, familiar, pasional… y, ¿quién es ese amor? ¿Se pueden juntar todos en uno mismo? ¿Puede encarnarlos un alguien concreto? ¿Cuánto poder tiene entonces? Muchas preguntas. Es una forma de posesión, de pertenencia, de correspondencia, de sello. O es algo más instintivo, me pregunto mientras ellas hablan.
Liviandad y gravedad trituradas, una sensación de densidad, de una semilla en el pecho que podemos dejar crecer, de un jardín donde, solos, sentados en el centro, nos encontramos transitando lo que sea. En este caso, un duelo. Con sinónimos como “enfrentamiento”, “encuentro”, “desconsuelo”, “pesar”. Hablaron de esa individualidad interior del duelo, de la manera que adopta en cada quién. Y es precioso pensar en eso.
La trascendencia de los duelos radica en que, si lo asociamos a pérdida, pasa todo el rato. La «impermanencia» de la vida, de los objetos, de las personas, de los lugares, de todo aquello en lo que podemos depositar amor y que de repente, marcha, desaparece físicamente, y muere simbólicamente.
Pero es una partida. Tránsitos que parten desde la más profunda intimidad y vulnerabilidad: de narrar con gran maestría las vicisitudes pasadas, narrativas incoherentes que dialogan con una desesperación insondable; de la delicadeza del recordar y la conformidad del dolor, de la belleza de ese sufrir; de las verdades y las revelaciones, del esconderse y resguardarse; de personificar la naturaleza; de la paciencia y militancia en el inmenso amor de esa figura que representa la incondicionalidad; de la razón y el motivo. De endilgar sin remedio una nueva realidad que, de pronto, no cuenta con ese amor.
Quizá por eso el duelo sea una condición. Llega cada vez que algo deja de ser como era. Como cuando no nos reconocemos en aquella versión que éramos. Improvisar también en el ir despidiéndonos y, a la vez, afinándonos. Entendiendo que nada nos pertenece, aunque queramos o necesitemos pertenecer a todo.
Sin épica ni moraleja que valga, el duelo se torna una forma silenciosa de lealtad, que no de fidelidad. Así salí aquel día de los cines de Embajadores.

