La lucha contra lo imposible en los videojuegos como reflejo de la condición humana y sus desafíos existenciales
El sentirnos inferiores al otro no existe en los videojuegos. Puede que sea, de hecho, la única disciplina en la que el protagonista (el jugador, nosotros) siempre va a ser superior a lo que se enfrenta, pues el primordial objetivo del videojuego es superarlo.
Incluso sucede en títulos pesimistas en los que las victorias no se sienten como tal: en Resident Evill VIII, Ethan Winters vence a las Dimitrescu a pesar de que su destino está sellado, como en Little Misfortune, donde ninguna de las decisiones que elegimos para Misfortune logran desatarla de su final. Pero el jugador se siente completo incluso en un mal final. Hay una seguridad en la victoria que hace que seamos capaces de enfrentarse a cualquier obstáculo sin importar el tamaño. Nada podría estar más alejado de la vida real.
En los mundos virtuales los jugadores se enfrentan a desafíos que parecen insuperables con la posibilidad de derrotar a enemigos mucho más poderosos que el protagonista. Esta mecánica, comúnmente asociada con los llamados boss battles, se ha convertido en uno de los pilares fundamentales de los videojuegos. No solo en términos de jugabilidad, sino también como una metáfora de la lucha contra lo imposible: la capacidad de superar al superior, de derrotar al gigante.
El arquetipo del gigante
Este concepto de enfrentarse a un gigante, ya sea literal o figurativamente, ha existido en diversas formas a lo largo de la historia, desde la mitología hasta la literatura moderna. La historia de David y Goliat, narrada en la Biblia, es un símbolo perenne de la lucha entre el débil y el fuerte, donde el joven David, con su astucia y valentía, derrota al gigante Goliat utilizando solo una honda y una piedra. Este relato ha perdurado como un ejemplo de cómo la fe, la determinación y la habilidad pueden superar a los adversarios aparentemente invencibles. En el contexto bíblico, la derrota de Goliat no solo es un acto de defensa personal, sino también una victoria moral y simbólica que reafirma la justicia divina y la lucha por los oprimidos. La historia se convierte en un arquetipo de la superación, un relato de esperanza donde un individuo, desprovisto de los recursos del gigante, consigue un triunfo abrumador gracias a su astucia y a la confianza en su causa. La derrota de Goliat plantea la idea de que, en ocasiones, los poderosos pueden ser derribados no solo por la fuerza, sino también por la inteligencia y la fe inquebrantable en la posibilidad de vencer lo aparentemente imposible.
Los videojuegos han tomado prestado este arquetipo y lo han expandido de formas únicas. Sin embargo, lo que los diferencia de otras formas de narrativa es que, en ellos, la derrota de estos gigantes no es solo posible, sino frecuentemente esperada. En The Legend of Zelda: Breath of the Wild, el gran padre de los nuevos videojuegos de mundo abierto, vemos la inmensidad desde distintos ángulos, no solo cuando nos enfrentamos a los enemigos: la vemos en el castillo de Hyrule, al subirnos a las Torres Sheikah e incluso cuando domamos al caballo de Ganon. Para más inri, la estatura de Link en Breath of the Wild no es un misterio: el héroe del tiempo mide la friolera de metro y medio, y aún así, mata gigantes.
Lo único malo de hablar de ficción es que muchos debates se pueden concluir diciendo: «es ficción». Si quitamos la vía de escape rápida, nos adentramos en conversaciones mejores. Que Link mida metro y medio (metro cuarenta y siete, en realidad) es, de hecho, muy significativo. Es una decisión de diseño que refuerza una idea clave en Breath of the Wild: la insignificancia del individuo frente a la inmensidad del mundo. Link no solo es pequeño en comparación con sus enemigos, sino también ante el propio Hyrule. Desde el momento en que despierta en la Meseta de los Albores, el juego le presenta montañas inabarcables, estructuras colosales y criaturas que parecen sacadas de mitos antiguos. Pero su tamaño nunca es un obstáculo, al contrario; lo convierte en el único capaz de moverse con libertad, de desafiar las reglas de ese mundo y de enfrentarse a lo que, por lógica, debería aplastarlo.
Este contraste es más evidente cuando lucha contra los Petrarock, criaturas gigantescas que duermen plácidamente hasta que Link, apenas del tamaño de su dedo, decide desafiarlas. La escala en Breath of the Wild no es solo una cuestión visual; es una declaración de principios. El juego nos dice que la inmensidad puede parecer inalcanzable, pero nunca lo es realmente. Al final, la estatura de Link es irrelevante porque Breath of the Wild nos ha enseñado que el tamaño, el miedo y la lógica no tienen peso cuando se trata de superar desafíos. En este mundo, la determinación vale más que la fuerza, y la victoria pertenece a quienes, incluso siendo pequeños, se atreven a enfrentarse a lo gigantesco.
¿Son solo los enemigos lo inmenso? No, pero normalmente se representa como tal, y es que la magnitud en los videojuegos no está limitada a los enemigos o al mundo físico que nos rodea. A menudo, las fuerzas que nos desafían son más abstractas y profundas: el miedo, la duda, las elecciones imposibles, los gigantes que acechan más allá de la vista. Hay algo también en poder derrotar a algo más grande que uno mismo, porque, aunque duela, no suele pasar.
¿Qué pasa si mato a 16 colosos?
El videojuego se vislumbra como una vía de escape satisfactoria. La realidad se nos escapa entre los dedos y solo podemos dominar simulaciones. Yo mato gigantes porque en la vida real un día puede arruinarse con un acto simple, como que el café manche mi ropa, y ese gesto lleva a una serie de consecuencias, preguntas, miradas, y unas horas de vergüenza hasta que puedo deshacerme de la mancha. En una pantalla, al menos el caos tiene forma y sabemos que tiene un fin. La mancha de café se puede extender hasta llegar a la ropa interior. Pero la mancha de café es pequeña, como nosotros, y, para agrandar, nuestros temores y enemigos tampoco son gigantes y eso hace que a veces no nos demos cuenta de que lo son. Un jefe no mide diez metros, los problemas con uno mismo no suelen tener forma física y no tenemos forma de vencerlos en un one hit.
Pero los videojuegos no siempre están destinados a una victoria conveniente. En Shadow of the Colossus, la dinámica de enfrentar gigantes toma una dirección completamente distinta. A diferencia de los relatos tradicionales en los que el protagonista combate contra monstruos o figuras malignas, los colosos del juego no son seres agresivos ni maliciosos, sino que viven en un estado de reposo, ajenos a la presencia de Wander, nuestro protagonista, nosotros, el jugador. Cada coloso, gigante en tamaño pero pacífico en comportamiento, representa una reflexión filosófica sobre la moralidad de la violencia y la responsabilidad del jugador. La decisión de Wander de atacar a estos seres gigantescos es impulsada por un deseo personal: revivir a Mono, una mujer que ha muerto bajo circunstancias misteriosas.
La melancolía impregna todo el juego: la derrota de cada coloso no es un acto de heroísmo, sino de sacrificio, donde el jugador (al igual que el protagonista, ¿siempre eran lo mismo?) comienza a cuestionar si realmente está logrando una victoria. La música, el silencio, y la estética del juego subrayan esta sensación de tristeza y arrepentimiento, como si, a cada paso, Wander perdiera algo más de su humanidad. No solo está enfrentando gigantes, sino a su propia moralidad y la naturaleza de las decisiones que toma. Este dilema se ve reforzado por el escaso contexto narrativo que se ofrece: en Shadow of the Colossus, el poco diálogo y la escasa información sobre el mundo o los motivos de los personajes, invitan a la interpretación personal y refuerzan la idea de que las consecuencias de las acciones son mucho más complejas de lo que parece a simple vista.
El vacío del poder: violencia, desesperación y moralidad en Shadow of the Colossus
¿Realmente es una victoria cuando el enemigo no es el verdadero villano? El jugador es obligado a enfrentarse a la duda moral de si está haciendo lo correcto, lo que contrasta con la claridad de los objetivos en otros videojuegos, donde el bien y el mal están definidos. La constante sensación de vacío tras la derrota de cada coloso, sumada a la sucesión de eventos que llevan a una culminación trágica, muestra que las victorias en este juego son, en última instancia, vacías. La reflexión sobre la moralidad y la sacrificada búsqueda de un «fin» personal lleva a una conclusión que no es redentora, pues es desconcertante, un eco de la lucha interna que cada jugador lleva consigo: la duda de si los objetivos que persigue valen el precio que debe pagar.
La decisión de Wander de enfrentarse y matar a los colosos en Shadow of the Colossus, a pesar de su tamaño diminuto en comparación con ellos, plantea una reflexión sobre el poder, la motivación humana y la naturaleza del sacrificio. Wander, a lo largo del juego, no solo está físicamente desbordado por estos gigantes, sino que también está emocionalmente impulsado por un deseo abrumador de devolverle la vida a Mono. Su acto de desafiar a estos colosos, criaturas aparentemente inofensivas, refleja una de las motivaciones más humanas y universales: la desesperación por alcanzar un poder que le permita cambiar el curso de la vida, aunque eso implique destruir lo que parece ser una paz natural.
Wander se enfrenta a la contradicción inherente de su acción. Al enfrentarse a los colosos, está buscando un poder más allá de su comprensión, uno que le permita transgredir las leyes naturales para lograr lo que él considera un «bien mayor». Sin embargo, este poder no está exento de consecuencias. En su deseo de resucitar a Mono, Wander recurre a la violencia como el único medio para alcanzar su fin, olvidando o ignorando las implicaciones morales de su cruzada. La grandeza física de los colosos, con su tamaño imponente y su aparente calma, simboliza el contraste entre el poder bruto y el poder interior, entre lo que se ve y lo que realmente se busca: La voluntad de sobreponerse a las adversidades, de asumir una posición de poder aunque esa posición esté construida sobre la destrucción. A menudo, no es el tamaño ni la fuerza lo que determina la victoria, sino la determinación y la creencia en la causa. Wander no tiene más armas que su espada, su habilidad (su caballo) y su fe inquebrantable en que lo que está haciendo es lo correcto. Es un poder derivado de la convicción, de la necesidad de controlar su destino, aunque esa necesidad se base en un acto de violencia innecesaria.
La elección de Wander de atacar a los colosos, incluso sabiendo que son criaturas ajenas al mal y sin que él sea lo suficientemente fuerte para enfrentarse a ellas, demuestra esta ambigua relación que tenemos con el poder: la creencia de que, al tomar el control, incluso sobre aquello que no nos amenaza, podemos alterar las reglas del mundo para alcanzar nuestros objetivos, sin importar el costo. Wander representa la falibilidad de la ambición humana, la ilusión de que el poder es la respuesta a todo y cómo la búsqueda de ese poder, incluso por razones aparentemente nobles, puede corromper o destruir. Su pequeña figura frente a los gigantes muestra el vacío en la búsqueda de un poder que, lejos de salvarlo, lo conduce a la pérdida y la desesperación.
Estoy cansada. Sigo siendo yo
Nos enfrentamos constantemente a fuerzas que nos desbordan, ya sean externas, como la naturaleza o las circunstancias, o internas, como nuestras emociones y dudas. Las luchas diarias, ya sean a nivel emocional, profesional o social, no ofrecen respuestas rápidas ni soluciones palpables. El proceso de enfrentar un problema en la vida real está marcado por la incertidumbre, las decisiones complejas y las consecuencias imprevisibles, lo que convierte cada desafío en una experiencia subjetiva y muchas veces, interminable.
La analogía con los desafíos cotidianos es evidente en los momentos más triviales pero significativos de nuestra vida: una mancha de café que se extiende sobre nuestra ropa, una conversación que tomamos a la ligera pero que desencadena una serie de consecuencias imprevistas, o una decisión profesional que nos coloca ante una incertidumbre existencial. La magnitud es tal que nos arrastran a cuestionar nuestra capacidad de control. Nos enfrentamos a gigantes; a veces los matamos, a veces no. El «no» escuece más cuando es definitivo, cuando sigue vivo y merodea por nuestra casa, nuestra mente, nuestro trabajo o nos sigue mientras caminamos. Yo mato gigantes, pero la victoria no es clara, ni sencilla.

