Una niña que odiaba la sopa es la mejor maestra para la sociedad del siglo XXI
El 17 de julio de 1932 nació Joaquín Salvador Lavado Tejón, más conocido como Quino, el genial dibujante argentino que dio vida a una de las voces críticas más lúcidas y entrañables del siglo XX: Mafalda. A través de una niña curiosa, contestataria y profundamente ética, Quino dibujó el mundo con una honestidad desarmante. Hoy, mientras España y el mundo atraviesan turbulencias políticas, sociales y morales, recordar a Mafalda no es un ejercicio nostálgico, sino una necesidad urgente. Porque, como sociedad, parece que hemos olvidado lo que ella —y Quino— nos enseñaron.
El espejo incómodo de una niña que odiaba la sopa
Mafalda odiaba la sopa, pero no era solo por el sabor. Para ella, la sopa simbolizaba lo que los adultos insistían en imponer, aunque fuera indigesto, incoherente o simplemente absurdo. Era una metáfora del autoritarismo cotidiano, de esa resignación disfrazada de madurez que tanto la irritaba. ¿Cómo no ver en esa sopa obligatoria los pactos de poder opacos, las leyes injustas o las decisiones políticas desconectadas de la ciudadanía?

En España, estos días vivimos un capítulo que bien podría haber aparecido en una viñeta de Quino: favores cruzados, silencios cómodos y negociaciones discretas entre bambalinas. El caso de Santos Cerdán, secretario de Organización del PSOE, y su supuesta vinculación en el cobro de mordidas a cambio de influir en adjudicaciones públicas a contratos públicos, ha reavivado el hartazgo hacia una clase política que parece moverse con soltura entre fincas y despachos, pero lejos de la calle. ¿Qué diría Mafalda? Tal vez, con el ceño fruncido y una taza de café, preguntaría: “¿Y a quién representan, a nosotros o a sus amigos con escopeta?”
Y mientras tanto, en Torre Pacheco, un pueblo de Murcia, se vive otra cacería más literal: una campaña de acoso y criminalización contra migrantes, alimentada por sectores de la extrema derecha. Las redadas, los controles selectivos, los discursos de “limpieza social” disfrazados de seguridad ciudadana, evocan un racismo institucional que Mafalda habría denunciado con rabia y tristeza. Quizá habría dicho, señalando a un cartel de “extranjero ilegal”: “Lo único ilegal aquí es perder la humanidad”.
El mundo en llamas y el silencio adulto
Cuando Quino creó a Mafalda en 1964, el mundo vivía bajo la amenaza de la Guerra Fría, las dictaduras, el racismo institucionalizado, el machismo rampante y la censura. Su personaje hablaba desde una esquina del planeta, pero su mensaje era universal: cuestionar al poder, pensar por uno mismo, no aceptar el mundo tal como es si se puede imaginar mejor.

Sesenta años después, hemos globalizado el caos. La guerra en Ucrania y el genocidio en Gaza, la escalada autoritaria en Nicaragua, el regreso de líderes como Donald Trump a la escena política con discursos de odio, negacionismo y egoísmo nacionalista… Todo eso sería materia diaria para una Mafalda que hoy tendría más preguntas que respuestas.
Preguntaría por qué siguen muriendo niños bajo bombas, por qué los países ricos siguen mirando hacia otro lado y por qué la palabra “libertad” se usa cada vez más para justificar la opresión de los otros. Y, sobre todo, preguntaría por qué los adultos siguen sin arreglar el mundo, cuando tuvieron décadas para hacerlo.
Mafalda como brújula moral en tiempos cínicos
Mafalda no era neutral. Detestaba la injusticia, el militarismo, la desigualdad. Se preocupaba por la paz mundial y por los derechos de las mujeres. Y lo hacía desde una mezcla de candidez y lucidez que resultaba profundamente incómoda para los adultos. Porque la infancia, cuando se expresa con libertad, desvela lo que el mundo adulto calla.
En tiempos como los actuales, donde la posverdad se ha convertido en herramienta de gobierno y los bulos se viralizan más rápido que los hechos, necesitamos recuperar el valor de la pregunta inocente pero incómoda. Aquella que interrumpe el discurso prefabricado y obliga a pensar. La que desnuda al emperador.
En España, vivimos bajo el ruido constante: pactos políticos sin transparencia, causas judiciales contaminadas por intereses partidistas, medios alineados con trincheras ideológicas. Mientras tanto, la precariedad laboral, la crisis de la vivienda, el cambio climático o la salud mental siguen relegados al segundo plano. Mafalda pondría el dedo en la llaga: “¿Y esto es lo que ustedes llaman progreso?”
El peligro de la mercantilización del pensamiento
Paradójicamente, Mafalda —la rebelde, la inconformista— también corre el riesgo de ser desactivada por la cultura de consumo. Hace apenas unas semanas, la familia de Quino decidió trasladar sus derechos de publicación desde Ediciones de la Flor, su editorial histórica en Argentina, a Penguin Random House. Es un movimiento comercial, sí, pero también simbólico: el personaje que nació para cuestionar el mundo se convierte en marca global, potencialmente domesticada por el mercado.

¿Podrá sobrevivir la Mafalda crítica entre tazas, agendas, camisetas y libros de autoayuda ilustrados? La pregunta no es menor. Porque recordar a Mafalda no debe ser un ejercicio de merchandising emocional, sino un acto de memoria activa. De resistencia ética.
Volver a Mafalda es volver a pensar
Hoy más que nunca, Mafalda es una herramienta de lectura del mundo. Su humor no envejece porque está anclado en preguntas esenciales: ¿qué es la justicia?, ¿por qué obedecemos sin entender?, ¿quién decide por nosotros?, ¿cómo se construye una sociedad mejor?
Ante la corrupción sutil o descarada, el retroceso en derechos civiles, la normalización de la violencia, la banalización del lenguaje político, la manipulación mediática o la apatía ciudadana, la voz de Mafalda resuena como una llamada: “Paren el mundo, que me quiero bajar”. Pero más que bajarnos, tal vez lo que necesitemos es subirnos de nuevo al tren de la conciencia crítica, y mirar con otros ojos, más ingenuos y más valientes.
En un mundo que recompensa el cinismo, recordar a Mafalda es un acto revolucionario.

