En medio del debate acerca de la brecha intergeneracional, los ancianos dependientes con rentas bajas pasan desapercibidos
El envejecimiento de la población es uno de los retos sociales de nuestro siglo. Aunque muchas de las estadísticas muestran jubilaciones aparentemente suficientes que aseguran un nivel de vida desahogado, esconden tras de sí una realidad incómoda. No todos los jubilados llegan a la vejez con las mismas oportunidades. Sobre todo los ancianos dependientes de familias humildes.
Estadísticas engañosas
En España, si bien es cierto que las personas con más de 65 años poseen una renta mediana un 5% mayor que la general y que el porcentaje de personas en riesgo de pobreza afecta más a los jóvenes y niños (21% y 29% respectivamente), no debemos caer en generalizaciones. Dentro del grupo de los jubilados existe una desigualdad invisible entre aquellos «baby boomers» que estudiaron carreras universitarias y quienes no estudiaron. Los primeros atesoran una riqueza que asciende hasta los 500.000€ y los segundos oscilan en torno a 100.000€, según datos de la Fundación BBVA. Es lógico que, al calcular la media, pueda parecer que la mayoría de los pensionistas afrontan su jubilación con cierta holgura. Sin embargo, algunos deben lidiar con dificultades económicas al no disponer de tal colchón , especialmente los ancianos dependientes, que representan el 31,3%.

Pastilla tras pastilla, consulta tras consulta, caída tras caída. Este es el día a día de los hogares que no pueden satisfacer la atención 24/7 requerida por los ancianos dependientes. La generalizada falta de recursos en este grupo vulnerable imposibilita la contratación de una persona a su cargo.
A pesar de que la Ley de Dependencia cubre de cierto modo el papel de un cuidador a sueldo, en muchas ocasiones no es suficiente para conseguir cumplir con todos los cuidados requeridos por una persona dependiente. Ahí es donde entran los hijos, cuya situación ha cambiado respecto a generaciones anteriores.
Trabajar, trabajar y trabajar
Hace décadas, muchos de los hijos (normalmente hijas) sacrificaban sus estudios y trabajo para poder cuidar de sus padres. Esos jóvenes que en su día no se formaron académicamente al tener que trabajar para aportar dinero a la casa, son los que ahora demandan a sus hijos la atención y el cariño que en el pasado dieron a sus progenitores. Pero hoy en día la situación es bien distinta: el 79,8% de las personas de entre 25 y 54 años trabaja, frente al 57,6% en 1980. Por lo que, compaginar el trabajo, las relaciones sociales y la familia resulta un reto más que complicado. Si a esto le sumamos el cuidado de una persona dependiente, la situación se complica considerablemente.
El resultado es nefasto para ambas partes. Unos no gozan de buena calidad de vida al verse impedidos para realizar su rutina diaria de forma autónoma; otros no tienen tiempo para vivir. Esto es un grave problema, ya que muchos adultos se encuentran en la difícil tesitura de optar por descuidar a su ser querido o renunciar a sus aspiraciones de vida. Los primeros corren el riesgo de cargar con el remordimiento de no ofrecer nada a quienes en su momento les dieron todo. Los segundos pueden perder el sueño de cambiarle los pañales a su pequeño, por cambiárselos a sus padres. Ambas opciones tienen consecuencias negativas.
El envejecimiento de la población no es solo una cuestión demográfica o económica; es, por encima de todas las cosas, un reto de justicia social. Mientras algunos mayores disfrutan de un retiro tranquilo debido al patrimonio acumulado, miles de familias humildes deben decidir entre cuidar a sus padres y desarrollar su propio proyecto de vida. Si aspiramos a conseguir una sociedad más equitativa, el verdadero desafío no está en redistribuir los recursos de una forma más justa, sino en garantizar que ninguna familia tenga que elegir entre cuidar a sus hijos o a sus mayores.

