Hoy quizá el silencio es mi cuerpo. No tengo prisa. Quizá mañana haya encontrado el antídoto para combatirlo
Nací en un país muy pobre. Actualmente, el tercero más pobre de Latinoamérica. Un país donde los vendedores aún gritan en las calles “sandía”, “melón”, “bananos” tratando de vender sus carnosas frutas en carretones de madera. En un entorno de pobreza como ese, mi abuela, mujer campesina y analfabeta, me enseñó que cuando se nace pobre la mayor arma que podemos tener es la cultura y la palabra. Lección que llevo como bandera.
Saber utilizar la palabra me ha brindado muchas venturas y desventuras: algún que otro premio literario, entrevistas, críticas en los mejores suplementos culturales españoles y medios nicaragüenses. A mis 23 años escribir me ha dado lo mejor y lo peor de mi vida. Véase, por ejemplo, las amenazas de muerte que sigo recibiendo por haber escrito Me duele respirar, un libro donde denuncio el asesinato de unos amigos de la infancia (no diré sus nombres por respeto a las madres), allá por 2018 a manos del régimen de Ortega. Han llegado al hogar de mi abuela a decirle: “El día menos pensado le prenderemos fuego a su casa con todos ustedes dentro”.
Esa sed por la palabra, ese tratar de comprender —con la agilidad de un médico que utiliza un bisturí para salvar una vida—, a encajar el término preciso en el lugar adecuado ha sido el único patrimonio de mi vida. Mi palabra es lo único que tengo, pues como comprenderán ustedes, el hijo de una mujer que lleva décadas limpiando casas y pisos en Madrid, muy fácil no lo ha tenido en la vida.
Por ello, como buen defensor de la palabra, protejo mi patrimonio contra quien haga falta. Pude haber callado Me duele respirar y nunca publicarlo, porque sé que callándome a día de hoy podría ir a Nicaragua y abrazar a mi abuela como en aquel octubre de 2011 que dejé mi país. Pero callar nunca está en mis planes y es algo que quiero llevar a todas mis facetas incluida la de futuro periodista cultural.
Pero cuando eres un Nadie —ya ven ustedes, sigo siendo uno de esos Nadies de mi primer poemario— la vida te empuja al silencio, a mutar palabras. A callar, aunque no esté en tus planes, porque hay gente más arriba —esos “alguien”— cuya palabra no es su patrimonio, sino lo material, lo monetario, lo que no vale nada y se derrite. Al parecer, elegí una profesión donde hay que dominar la Historia del silencio como lo hizo Corbin. Quizá Max Picard tenía razón, muchos periodistas no lo habrán leído nunca, cuando escribió: “El silencio no se ve y sin embargo está manifestándose ahí; se extiende a lo lejos y aún así lo tienes tan cerca que lo sientes como tu propio cuerpo”. Hoy quizá el silencio es mi cuerpo. No tengo prisa. Quizá mañana haya encontrado el antídoto para combatirlo.