Más allá de la caída de la electricidad, el histórico apagón ha evidenciado la fragilidad de un país que confía ciegamente en sistemas complejos que, cuando fallan, nos dejan indefensos
La jornada del pasado lunes 28 de abril quedará marcada en la memoria de millones de españoles como un golpe seco a nuestra cómoda cotidianidad. A las 12:33 del mediodía, España se paralizó: un «cero energético» arrasó el país, dejando sin suministro eléctrico hogares, hospitales, estaciones, oficinas y carreteras. Pero no sólo se fue la luz. Con ella se coló un malestar difícil de explicar: la incierta sensación de seguridad y descontrol absoluto sobre nuestro día a día.
Mientras los hospitales activaban los generadores de emergencia y los bomberos rescataban a personas atrapadas en ascensores o garajes, en las calles reinaba una situación de descontrol: carreteras sin semáforos, metros bloqueados, transportes colapsados y trabajadores sin forma de volver a casa. A todo esto se sumaba un detalle que pocos habían tenido en cuenta: la ausencia de dinero en efectivo. Acostumbrados al pago digital, miles de ciudadanos no pudieron comprar comida ni pagar un billete de metro o un taxi para regresar a sus hogares.
La duración del apagón no fue homogénea en todo el país. En algunas zonas, como el País Vasco, el suministro se restableció al cabo de poco más de dos horas. En otras, como Madrid, la desconexión duró casi doce horas. Y en otras localidades, el restablecimiento total del suministro no llegó hasta el mediodía del martes.
En cuanto al transporte, se paralizaron más de cien trenes, los aeropuertos reprogramaron cientos de vuelos y las arterias de las principales ciudades se colapsaron con atascos de varias horas. Además, muchas personas, ante la imposibilidad de coger trenes o aviones, se vieron obligadas a pasar la noche en estaciones o centros habilitados. En Madrid, el Movistar Arena se convirtió durante una noche en el refugio improvisado para centenares de viajeros atrapados.
Sin embargo, en medio del caos también surgió algo positivo: la humanidad de la gente. Hubo gestos de solidaridad espontánea, desconocidos ayudándose unos a otros, vecinos compartiendo información o prestando dinero en efectivo a quienes lo necesitaban para volver a casa. Dentro de la confusión, reinaba una calma tensa pero ejemplar. España demostró, una vez más, que en situaciones extremas emerge lo mejor de una sociedad que, a pesar de todo, sabe aguantar cuando todo a su alrededor parece derrumbarse.
Pero mientras todo eso ocurría, el Gobierno permanecía en silencio. El presidente Pedro Sánchez no se pronunció hasta pasadas las seis de la tarde. Un primer mensaje al que le faltó claridad y directrices. No sería hasta casi medianoche cuando, en un segundo comunicado, lo reconocería abiertamente: «los especialistas aún no han podido determinar qué ha provocado esta desaparición súbita de suministro, pero lo harán». Para entonces, el país llevaba doce horas oscilando entre el desconcierto, la incertidumbre y la frustración.
En este vacío de información, resurgió un viejo aliado: el transistor. Mientras las redes móviles colapsaban y los dispositivos electrónicos se volvían inservibles, más de uno tuvo que desempolvar sus radios a pilas, que sirvieron de refugio para enterarse de lo sucedido. Esta anécdota también se vivió en la calle, donde las escenas de personas reunidas en torno a estos pequeños aparatos parecían sacadas de otro tiempo, o incluso de un mundo paralelo. Es curioso que, en un país volcado en la modernidad, lo que nos mantenía conectados con la realidad fuese lo más básico.
El martes, en su tercer comunicado, Pedro Sánchez compareció de nuevo. Pero, sorprendentemente, seguía siendo incapaz de ofrecer una explicación concreta sobre el apagón, limitándose a confirmar que seguían analizando «todas las hipótesis». Además, durante su intervención se palpó la poca coordinación entre el Gobierno y Red Eléctrica. Mientras el operador nacional descartaba un ciberataque, Sánchez no quiso descartar ninguna opción y anunció la elaboración de dos informes independientes: uno a cargo de una comisión del Ministerio para la Transición Ecológica y otro solicitado a Bruselas.
Además, el presidente advertía que «vamos a exigir responsabilidades a los operadores privados». Una paradoja teniendo en cuenta que el propio Estado, a través de la SEPI, posee un 20% de Red Eléctrica. Un matiz que añade más dudas sobre la coordinación y la capacidad de reacción de nuestras instituciones.
El impacto económico de este día tan inusual aún se desconoce. Un día laboral perdido, industrias paradas, comercios sin poder ofrecer sus servicios, autónomos sin poder facturar y miles de productos perecederos echados a perder. Millones de pérdidas aún por cuantificar, pero que afectarán especialmente a sectores ya muy castigados en los últimos años.
Por supuesto, habrá tiempo para buscar responsables y exigir explicaciones más precisas. ¿Qué pasó? ¿Por qué nadie supo actuar a tiempo? ¿Y qué haremos si vuelve a ocurrir? De momento, la prioridad ha sido recuperar el suministro.
Sin embargo, cometeríamos un grave error si, pasada la emergencia, volviéramos a la normalidad como si nada hubiera ocurrido. Este apagón ha sido una llamada de atención: sobre la fragilidad de nuestras infraestructuras, la falta de reflejos institucionales y nuestra creciente dependencia tecnológica.
Debemos replantearnos el sistema, reforzar los mecanismos de respuesta, establecer protocolos claros para los ciudadanos y, sobre todo, aceptar que los avances tecnológicos no nos hacen invulnerables. Al revés: nos hace, en ocasiones, más vulnerables de lo que estamos dispuestos a admitir. La luz ha vuelto. Ahora queda por ver si hemos aprendido algo mientras duró la oscuridad.

